
Leo a Luis García Montero cuando escribe Más allá de la sombra / te delatan tus ojos, / y te adivino tersa, / como un mapa extendido / de asombro y de deseo.
Tal vez el amor sea eso, un poema que se lee con el pavor del hallazgo; o quizá sea aun más sencillo: leer un poema y pensar un nombre, ponerle un rostro a todos los poemas de amor que se han escrito. Sigo con el poeta: Date por muerta/ amor, / es un atraco. / Tus labios o la vida. Esa es la paradoja del amor, nos roba sin clemencias, sosiego, tiempo, y sentidos (los comunes y los raros); y, a la par, ofrece la levedad justa para que la vida se despoje de lo incoloro, y esplenda.
El amor son dos cuerpos que ya no saben si llegaron a verse a través de las almas, o viceversa, y tampoco les importa. Es todo aquello que amenaza con conmover el universo cuando dos manos se tocan y el poema cuenta que No existe libertad que no conozca, / ni humillación o miedo / a los que no me haya doblegado. / Por eso sé de amor.
El amor no tiene percepción de la oportunidad, sino de la dicha, por eso no medito el cuerpo que te doy, / por eso cuido tanto las cosas que te digo.
Bienaventurados los que hemos sabido de su fuerza, y de la conmoción de juntar –lo cantó Serrat– el milagro de existir con el placer de coincidir. Bienaventurados quienes hemos podido hallar esa persona que «es», porque se asemeja tanto a lo soñado, que todos los caminos conducen a ella, con terquedad y fiebre.









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