ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Ema, del chileno Pablo Larraín. Foto: Tomada de Internet

A minutos de haber comenzado Ema, salta a la vista que Pablo Larraín (con títulos como No (2012),  y Jackie y Neruda, ambas del 2016) intenta un salto estético que lo distancie de su exitosa obra anterior. ¿Por qué hacerlo? Sencillamente porque el arte suele ser llegada y nuevos retos.

Ema es la historia de una muchacha incendiaria en todos los sentidos, incluida la acción de dar candela. También es manipuladora, sentimental y libre en amoríos a todas las bandas, aunque está unida en pasión y dolor a un coreógrafo (Gael García Bernal) con quien ha adoptado un hijo que ya no está con ellos por razones que aquí no deben contarse. De cómo Ema, bailarina de reguetón, enreda la madeja de su vida, y la de otros, y luego recurre a habilidades con el fin de rearmar lo que parece ir en pos del desastre, trata esta última entrega del chileno Larraín, polémica en varios sentidos, entre ellos la asunción del frenesí sexual como vía desprejuiciada hacia la felicidad.

Aparecen contraposiciones morales y diálogos muy valiosos, como el que sostiene el coreógrafo, crítico del reguetón por considerarlo brutalmente libidinoso, y las bailarinas que forman parte de la «tribu» de Ema, defensoras a ultranza del ritmo que les ha servido para sacar a flote una sexualidad sin fronteras.

El filme puede dividir a espectadores atrincherados en el tradicional amor en pareja, y a los que apuestan por la formulación de nuevas reglas, todo ello en medio de una realización que tienta lo experimental, a diferencia de los cánones antes asumidos por Larraín.

Coreografías danzarias como cortinas dramáticas, excelente banda sonora, una Mariana Di Girolamo convincente en el complejo personaje de Ema, relevantes actuaciones secundarias,  riesgo artístico –por lo que dice y cómo lo dice–, asociaciones discutibles en el ensamble narrativo, ello y mucho más en este Larraín 2019 que, distanciándose en otra galaxia expresiva,  no deja de levantar inquietudes humanas, que es como seguir volando alto.

También de Chile, y fuera de competencia, es Sanguinetti, de Christian Díaz Pardo, un drama basado en la separación, y posterior encuentro, de una niña con su padre. La muchacha ya es periodista y una investigación acerca de los crímenes y torturas durante el régimen de Pinochet la lleva a buscar a su padre, radicado en México desde hace años. ¿Quién es, por qué se fue sin avisar y ahora la rehuye, qué hace y qué hizo este médico que ahora vive en solitario, aunque vinculado en tierra azteca a una vieja cofradía de militares?

Durante sus averiguaciones, la protagonista descubrirá lo que ya habrá imaginando el espectador, y aunque siempre resulta oportunidad propicia para denunciar los horrores del Plan Cóndor y la complicidad del Gobierno de Estados Unidos en el golpe de Estado que derrotó a Allende, el filme no logra trascender artísticamente lo otras veces contado. Una historia basada en hechos concretos que incorpora elementos del documental, pero bastante predecible y alargada innecesariamente.

Parásito, en la muestra internacional, permite apreciar cómo el calificativo de obra maestra le viene a la medida a este último filme del coreano Bong Joon-ho, ganador de la Palma de oro en el último Festival de Cannes: una familia de malvivientes logra conectarse laboralmente con otra familia adinerada, que no conoce la procedencia social de los recién llegados ni su vínculo sanguíneo. A partir de ahí, pura imaginación y una brillante puesta en escena en función de una historia de fuerte calado social. Tragicomedia en tiempo de thriller, articulada con precisión de relojería y con tantos giros dramáticos que es difícil concebirla sin verla.

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