«Es una verdad universalmente reconocida que, un hombre soltero en posesión de una buena fortuna, debe necesitar una esposa», así comienza la novela Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, escrita en 1813. El matrimonio de la época, para las circunstancias hegemónicas, se reducía a una transacción económica, donde la joven en edad de casamiento tenía poco que decir (y decidir) sobre el acuerdo por realizarse. Jane Austen revuelve el cotarro social en su novela, al definir que su protagonista, Elizabeth, busque la felicidad, no en términos de la realización de una noción tradicional de matrimonio para la época, no basada en lo afectivo, sino en su realización como un proceso que parte de amarse. La novela pasa revista de conceptos tenidos como universales y los ancla, como debe ser, a las circunstancias concretas en que se realizan. Al hacerlo, pone en evidencia que la noción de un solo tipo de matrimonio es un espejismo, o más bien una mascarada social, que esconde detrás de ella un universo que, más allá de las formas, abarca en contenido una complejidad que escapa a todo encasillamiento.
Pero la novela de Jane también toca otros temas de manera igualmente subversivos. Para una sociedad, donde las jerarquías económicas, disfrazadas detrás de títulos nobiliarios u otros atuendos, determinaban las relaciones familiares, incluyendo el matrimonio, la posibilidad de que personas de diferentes estratos sociales pudieran contraer matrimonio era tan escandalosa como improbable. Toda noción de matrimonio debía estar circunscrita a las rígidas convenciones sociales, incluyendo el papel social, que cada cual tenía asignado. Para las clases dominantes, el «otro» era aquel que no perteneciendo a su estrato social, nada tenía que hacer invadiéndolo. Casa de muñecas se estrenó en 1879, en Copenhague, Dinamarca. La obra de Henrik Ibsen resultó un escándalo social tremendo, al cuestionarse las bases establecidas del matrimonio. En la obra, Nora, casada y con tres hijos en una unión aparentemente feliz y con un esposo amoroso, ve colapsar todo su mundo. El origen del conflicto estriba en que ella ha falsificado un documento, pretendiendo firmar como su padre, para recibir un préstamo, que le urgía cuando el esposo estaba enfermo. En la época, las mujeres no podían realizar transacciones financieras sin el respaldo de un hombre, fuera el padre o el esposo. Frente a un chantaje de un empleado bancario, el esposo, al enterarse, pone con su actitud egoísta en evidencia toda la asimetría social del matrimonio, donde los cónyuges no tienen igualdad real, sino que la mujer es vista como la parte sometida, incapaz de responsabilidad y madurez emocional como se entiende en el orden burgués. La obra denuncia que tras la aparente condición ideal del matrimonio tradicional de la época, se escondía una relación de dominación patriarcal, donde la mujer es el sujeto «otro», al que no se le reconoce igualdad de derechos en el arreglo contractual. El final de ruptura de la obra, determinado por la salida de Nora de su casa, tuvo que ser cambiado para el público alemán por temor a que este no aceptara que la mujer fuera capaz de romper el vínculo matrimonial impuesto. Ibsen calificó el cambio como un «barbarismo escandaloso». Ni en ficción, la rígida sociedad europea de la época podía aceptar tales subversiones de lo establecido.
En el concilio de Isaac, en el año 410, la iglesia cristiana del oriente determinó que las mujeres cristianas no podían contraer matrimonio a través «de fronteras religiosas», es decir, con hombres de otras religiones, el viceversa no estaba prohibido. Estaba, además, implícito que los hijos de tales matrimonios interreligiosos debían seguir la religión del padre. Para la iglesia católica, durante mucho tiempo, el matrimonio católico entre una persona bautizada y otra que no lo ha sido, no era sacramental hasta que no ha recibido una dispensa al efecto. Las dispensas se otorgan en casos excepcionales, cuando la parte no católica acuerda que no interferirá en la educación católica de los hijos. Los metodistas pueden ser más excluyentes que eso. A tales efectos, el matrimonio tradicional para ellos es aquel que ocurre entre personas que comparten la misma devoción hacia el cristianismo. Las previsiones que determinan la llamada disparidad de culto se mantienen vigentes en no pocos cultos cristianos. En estos casos, el «otro» es considerado la persona que no practica la fe considerada como dominante y, en correspondencia, sus derechos respecto a los hijos son menoscabados, efectiva o simbólicamente, por no atenerse a la hegemonía que pretende.
La existencia de la unión consensual, que traspasaba las fronteras de razas y, en ocasiones, otras variables sociales, fue algo común en la Cuba de los siglos coloniales. Tal es así, que algunos historiadores consideran que era la forma de unión mayoritaria en la sociedad cubana, sobre todo la rural. El matrimonio en la práctica no se veía como condición para el establecimiento de la familia. Para el guajiro, la familia tradicional no tenía que pasar por el acto de casarse. Para poner freno a tanto «desatino» en la península y en ultramar, Carlos III, Rey de España, promulgó el 23 de marzo de 1776 la Real Pragmática sobre matrimonio. El propósito era impedir las uniones entre desiguales. De acuerdo con la pragmática, los padres tenían la última palabra respecto al matrimonio de los hijos si estos eran menores de 25 años, o vivían bajo la tutela de ellos, y podían negarse a la unión si esta ofendía el «honor» de la familia o perjudicaba al Estado. El objetivo era claro y explícito: «dar a los padres y, así, a la sociedad en su conjunto un arma capaz de luchar contra el serio peligro constituido por el casamiento de personas de estatuto y nivel social diferentes, que ponía en riesgo el adecuado orden social y causaba dañinas fricciones y perjuicios continuos a las familias», nos cuenta la estudiosa Leidy Abreu García en su artículo Matrimonio interracial. Legislación, familia y disenso en La Habana colonial (1776-1881). La familia tradicional, en este caso, se definía en términos de preservar la inmovilidad social. Para tales uniones, el «otro» era aquel en desventaja social de la unión, la o el insolente que se atrevía a traspasar las barreras de clases.
La Real Cédula del 15 de octubre de 1805 establecía que «los matrimonios que personas blancas pretendan contraer con las castas de negros y mulatos que desciendan de forma más o menos remota de esclavos no deberían ser autorizados por la mácula que producen a la familia». La noción de que los matrimonios entre personas de diferentes razas eran contrarios al «orden natural», perduró como prejuicio a la colonia y se afincó en la república que le sucedió. La familia tradicional de frente al racismo no comprendía esas formas de matrimonio «impuro» entre negros y blancos. Ya sabemos aquí quién era el «otro».
La familia tradicional no existe como entidad estática. ¿Dónde nos detenemos para definir a la familia tradicional? ¿En el año 2000, en 1978, en 1959, en 1940, en 1800, en 1700? La familia en cada una de esas fechas tiene puntos en común y rupturas respecto a las otras fechas. Nuestra propuesta del Código de las Familias no recoge ninguna forma de familia tradicional, en tanto le da a todas las formas de familia un contexto contemporáneo. Cuando el código recoge nociones como la responsabilidad progresiva, o la igualdad de responsabilidades de los padres, o el derecho a la mujer a decidir sobre su cuerpo, o recoge previsiones contra la violencia intrafamiliar, o el derecho a los hijos a ser escuchados y progresivamente tomados en cuenta, está renovando todo concepto de familia «original». Reducir el concepto de lo tradicional a la existencia de formas familiares heterosexuales es reducir el concepto de familia a un solo aspecto de ella y no a toda su amplitud compleja y socialmente determinada. Invocar la defensa de la familia tradicional es retrógrado porque detiene el concepto de familia en un tiempo arbitrario y por demás difuso, a conveniencia de quien lo invoca, pretendiendo negarle todo pasado a su noción y toda posibilidad de evolución.
Cuando se trata de derechos, antes de andar presurosos en negárselos al «otro», pensemos que en muchas circunstancias el «otro» hemos sido, y podemos ser nosotros. Defendamos la noción de familia que Jane Austen defendía a través de Elizabeth, no la basada en un oportunista tradicionalismo, sino aquella basada en el respeto de todas las partes y el amor. Bajo esa definición caben todos los comienzos que merecen ser defendidos.
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Diego dijo:
1
7 de marzo de 2022
07:40:11
Juan Carlos dijo:
2
7 de marzo de 2022
08:44:47
yoyo dijo:
3
7 de marzo de 2022
09:10:38
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