
En noviembre de 2005, me desempeñaba como presidente de la FEU de la Universidad de La Habana y teníamos muy cerca la conmemoración del Día Internacional del Estudiante, el 17 de noviembre. Precisamente ese día fue el escogido para materializar un acontecimiento muy esperado: la visita del Comandante en Jefe a la Universidad, pospuesta –por razones de agenda de trabajo– desde el mes de septiembre, cuando todo estuvo listo para conmemorar el aniversario 60 de su ingreso a la Colina universitaria.
Mientras participaba en las sesiones del Consejo Nacional de la FEU, recibí la encomienda de hacer uso de la palabra en el acto de inicio de aquella jornada, en el Memorial a Julio Antonio Mella, casi al pie de la Escalinata universitaria, antes de que miles de estudiantes subieran los 88 peldaños. Al llegar al Aula Magna, aquel sitial histórico estaba copado. Logré presenciar y escuchar aquel discurso desde el segundo balcón. Cientos de estudiantes lo hicieron a través de pantallas gigantes colocadas en distintos lugares de la plaza Ignacio Agramonte y esperaron horas con el ánimo de interactuar directamente con él.
Todos caímos en su magia natural, en esa capacidad especial para conectar con las audiencias –en especial los más jóvenes– y convocarlas a las tareas más complejas, pero no menos nobles y justas. Su discurso ofreció un programa para la acción, para la transformación revolucionaria; delineó retos presentes y futuros para Cuba y la humanidad, totalmente vigentes hoy. Se sintió en casa, en su Universidad –en la que se hizo revolucionario, como recordó en su propia intervención– y con los jóvenes universitarios en los que siempre confió para los análisis más agudos y las acciones más audaces. No fue para nada casual que escogiera este escenario para pronunciar un discurso que marcaría un hito político en la historia de la Revolución, como no había sido casual que, durante los sucesos del 5 de agosto de 1994, en los primeros en que pensara Fidel para buscar apoyo fuera en los estudiantes universitarios.
Confieso que tuve una gran aspiración ese día, como seguro fue la de otros bisoños asistentes, y no era otra que coronar el sueño de por fin estrechar la mano del Comandante, pero no se dio la ocasión. Sin embargo, días después, se celebró una Mesa Redonda a la que invitaron a varios dirigentes de la FEU como público, y allí, cuando menos me lo esperaba, pude materializar ese noble anhelo de cualquier revolucionario. Guardo la instantánea de ese día como uno de los tesoros más preciados.
Las palabras de Fidel aquella tarde-noche del 17 de noviembre de 2005 marcaron un punto de inflexión, desde la crítica y la reflexión más profunda de todos nuestros errores e insuficiencias, pero también desde el llamado a la participación de todo el pueblo –con énfasis en la juventud– a librar esa batalla decisiva desde los valores éticos forjados por la obra revolucionaria. Una nueva etapa en la que mirarnos hacia adentro se convirtió en tarea primordial –sin descuidar el conocimiento y la reflexión sobre lo que acontecía en el mundo–, aunque algunos todavía se resistan. La mirada que reclamaba Fidel no era aquella que solo se conforma con la contemplación y los diagnósticos y, mucho menos, la que se arropa en posturas oportunistas o de torres de marfil, como supuesta conciencia crítica de la sociedad.
El discurso fue una clarinada a combatir, a no rendirnos jamás frente a los imposibles, el burocratismo, la insensibilidad, el derroche, las ilegalidades, la corrupción y muchos otros males, más peligrosos que todos los planes macabros juntos de nuestros enemigos históricos.
Comenzaba en aquel tiempo la Revolución Energética liderada por Fidel, y recuerdo que la FEU de la Universidad de La Habana cumplió importantes tareas en esa misión estratégica: el cambio de bombillos incandescentes y otros equipos electrodomésticos en varios municipios de la capital, el censo electroenergético y, junto a los trabajadores sociales, la custodia del combustible en servicentros de la ciudad el 31 de diciembre de 2005. Al llamado de Fidel, los estudiantes respondieron con entusiasmo y dedicación; era la primera vez que las Brigadas Universitarias de Trabajo Social (BUTS) se activaban en fin de año. Cientos de estudiantes de provincia sacrificaron sus vacaciones de fin de año para cumplir con la convocatoria del Comandante.
Fidel no pudo ser más explícito en su intervención: «Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos –se refirió a los imperialistas–; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra». Siempre hubo y hay quien ha hecho una lectura errónea y pesimista de aquella estocada crítica y certera, pero lo cierto es que no se encuentra en todo el discurso destello de pesimismo y derrota; todo lo contrario, es un grito en medio de la contienda basado en la confianza de que es posible vencer si se moviliza la mayor fortaleza que siempre ha tenido la Revolución: el pueblo. «Y, en general, lo sabemos todo –señaló Fidel en sus palabras–, y muchos han dicho: “La Revolución no puede; no, esto es imposible; no, esto no hay quien lo arregle”. Pues sí, esto lo va a arreglar el pueblo, esto lo va a arreglar la Revolución, y de qué manera. ¿Es solo una cuestión ética? Sí, es primero que todo una cuestión ética; pero, además, es una cuestión económica vital».
A la luz de hoy, cobran cada vez más vigencia las palabras de Fidel aquel 17 de noviembre de 2005. Nuestras capacidades internas están sometidas a una de las pruebas más difíciles por las que ha atravesado la Revolución. El imperialismo no va a desistir de su empeño por destruir nuestra obra emancipadora desde fuera, pero sobre todo desde dentro; buscará las formas más creativas para hacerlo y no podemos facilitarles el camino. De ahí que hoy sea imprescindible barrer de una vez por todas –como se viene haciendo– aquellos vicios que denunciaba Fidel en su magistral discurso, aún hoy presentes en nuestra realidad y que indudablemente constituyen los principales aliados con los que cuentan quienes nos adversan. «Debemos estar decididos –señalaba Fidel–: o derrotamos todas esas desviaciones y hacemos más fuerte la Revolución destruyendo las ilusiones que puedan quedar al imperio, o podríamos decir: o vencemos radicalmente esos problemas o moriremos. Habría que reiterar en ese campo la consigna de: ¡Patria o Muerte!».
Para esa batalla a la cual nos convocaba Fidel, y que aún 20 años después está planteada, contamos con numerosas fortalezas y potencialidades, que bien articuladas resultan invencibles. Confío siempre en que, por muy difíciles que sean las circunstancias, ese Fidel que los revolucionarios cubanos llevamos dentro nos hará victoriosos. Nuestro optimismo no es complaciente y pasivo, sino crítico y activo, como fue el espíritu de las palabras de Fidel en el Aula Magna de la Universidad. El reto mayor está en nosotros mismos.










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