
Tan distinto al «yo» romántico, exaltado de íntimas rebeldías y de personales emociones, hay en la historia de la literatura otro yo, filantrópico y universal, que revierte su decir en los demás, y no deja fuera la cotidianidad que a todos incumbe.
Viene de un hombre sin «cátedra, ni púlpito ni escuela» que vivió en el campo, y le bastó escribir un único poemario para asentarlo en la cumbre de las letras mundiales. Un libro de nueva poesía. Su autor hurgó en los saberes del mundo, por sí mismo, y para ganarse la vida fue jardinero, agricultor, pescador y maestro. Sintió en su alma el latir de otros hombres, y durante la Guerra de Secesión, ofreció sus servicios como enfermero, en hospitales y en campos de batalla. Contó con la amistad del filósofo Emerson, como él poeta, y defensor de los valores del ser humano, y quien vería en la obra de Whitman «el más excepcional documento, de espíritu y sabiduría, que América haya producido hasta ahora». Admiró a Abraham Lincoln, con cuyas ideas antiesclavistas se identificó, y le dedicó sentidos versos.
Me celebro y me canto a mí mismo. Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú / y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también., escribía Walt Whitman (West Hills, 31 de mayo de 1819 - 26 de marzo de 1892), en su conocido Canto a mí mismo, uno de los textos de Hojas de hierba, que tan raro resultó a los lectores de entonces y que un notable académico como Jay Parini lo consideró el poema americano más grande nunca escrito.
Camarada, esto no es un libro / Quien dobla sus páginas toca un hombre, dejó establecido en el poemario, y nadie que lo haya leído lo pondría en dudas. Un sujeto lírico, en total correspondencia con quien lo escribe, «camina por la noche que empieza y que se agranda» y le pide que lo apriete «contra su pecho desnudo». Whitman y la voz de verso son uno, y ambos, «el poeta del cuerpo / y el poeta del alma» vienen a engrandecerlo todo.
No pudo sustraerse José Martí de valorar a Whitman. El cubano, que sabía de su existencia, fue testigo, en Nueva York, de un homenaje que se le profiriera al autor. El impacto quedó constatado en un artículo que le reconoce la grandeza: «Nada le es extraño, y lo toma en cuenta todo, el caracol que se arrastra, el buey que con sus ojos misteriosos lo mira, el sacerdote que defiende una parte de la verdad, como si fuese la verdad entera. (…) Él es de todas las castas, credos y profesiones, y en todas encuentra justicia y poesía».
Para Rubén Darío, el poeta fue inspiración, y en un soneto le rindió tributo: Su alma del infinito parece espejo; / son sus cansados hombros dignos del manto. Lorca le escribió una oda; y el dominicano Pedro Mir, en su Contracanto a Walt Whitman, lo resumió en versos: He dicho que diré / y estoy diciendo / quién era el infinito y luminoso / ¡Walt Whitman, / un cosmos / un hijo de Manhattan!
Muy grande fue el bardo con apariencia de dios, que llegó al final de sus días inmóvil, como consecuencia de una parálisis. Para entonces, su obra, que acogió sin privilegios lo mismo a una locomotora, que a las nubes o a las camillas, era ya un cascabel de resonancias universales. A 205 años de su natalicio, sus versos nos toman de la mano y nos invitan a reconocernos en ellos.
COMENTAR
Responder comentario