
Por pasajes admirables está conformada la heroica historia de Cuba. Anécdotas y rasgos virtuosos de sus hijos afloran en los libros que la recogen. Pero no siempre contar la historia es transmitir la emoción del suceso. Para que llegue a lectores y a educandos, no basta decir lo que pasó. Para que nadie tenga por común lo extraordinario, se precisa tocar la fibra.
Nunca fue más estremecedor el suceso que cuando lo narró, impregnada de saberes y de ternura, aquella cubanita que nació con el siglo –el XX, por cierto– y entendió, desde muy temprano, que el rumbo de la predestinación se puede trocar, sobre todo, si no es cómodo ser acaudalado, porque gana en el alma la fuerza de la justicia, y no alimenta el orgullo la posición económica solvente, sino la concordia interior del lado del bien.
No es por azar que Renée Méndez-Capote resulta tan familiar al pueblo cubano, que hace más de 60 años fue alfabetizado, que ha gozado íntegramente de enseñanza gratuita, y en cuyos planes de estudio figuran textos suyos.
Invocada por maestros, citada por lectores, referenciada por amigos y conocidos, la escritora, periodista, militante comunista, traductora, diplomática y feminista, nacida en 1901 en una familia insurrecta –su padre Domingo Méndez-Capote llegó a ser vicepresidente de la República de Cuba en Armas, durante la guerra del 95– constituye uno de los nombres más coherentes entre el decir y el hacer de la intelectualidad cubana.
Educada en cuna rica, y unida, en primeras nupcias, a un hombre de posición adinerada, no fueron los del poder los brillos que atraparon sus sentidos. Al decir de Miguel Barnet, en un texto publicado en 1980 en nuestras páginas, «cometió la hazaña de darle la patada a la sociedad dividida en clases que la vio nacer, saltando de un mullido Packard descapotable, a un sitio callado entre las trabajadoras de nuestra seudorrepública».
La sensibilidad de una niña lista que quería saberlo todo; lo vivido, escuchado y aprendido en el hogar; y la exhortación de un padre patriota a que sus hijos siguieran las tendencias revolucionarias, forjaron un resultado de humanísimos flejes: Renecita empuñó su pluma, lo mismo para fustigar males imperdonables de su tiempo que para, como una especie de Clío, volver a la Historia amada y regresar de ella con los hechos a flor de piel y reescribirlos, no cambiando, a su parecer, los sucesos sagrados, sino incorporándoles un pulso cálido, a base de latidos, de cuyas lecturas nunca fue posible salir sino enardecidos.
Con bríos contó la historia, pero la historia, a su vez, contó con ella: acusada de haber hundido el ferry Morro Castle; vinculada desde muy joven al movimiento que combatió a Machado; partícipe en la huelga de marzo de 1935, tras la cual sufrió prisión; apasionada luchadora clandestina. Todo eso cuenta en los días de Renée, quien, tras el triunfo de la Revolución, trabajó en la Biblioteca Nacional José Martí y dirigió por un tiempo su revista. Integraría después el equipo de trabajo de la Editora Nacional de Cuba y la Editora Juvenil.
Si bien su libro cumbre fue Memorias de una cubanita que nació con el siglo, un clásico del género en la región, fueron muchos otros los títulos que firmó, entre ellos, Relatos heroicos y Episodios de la Epopeya.
Por dondequiera que se abra, su obra destila belleza y cubanía. En el afán de no cerrar estas líneas sin unas letras de la propia Renée, recordemos su relato El buen alfabetizador, en el que, asegurando que «la alfabetización del pueblo fue preocupación de los hombres que hicieron nuestras primeras guerras de independencia», recrea los últimos pasajes de la vida del Padre de la Patria, quien, tras haber sido depuesto de su cargo de Presidente de la República de Cuba en Armas, «reúne a los campesinos de la zona para alfabetizarlos».
Cuenta después cómo a Carlos Manuel lo sorprendió la emboscada: «Lo acribillaron a balazos. Lo despojaron de su ropa. Arrastraban su cadáver sobre la tierra que amó tanto. El buen alfabetizador quedó como un despojo sangriento (…). Para él debió resonar el himno del ejército de alfabetizadores que en 1961 recorrió toda la Isla, en la campaña más hermosa que haya emprendido jamás una Revolución».
A 35 años de su partida física, Renée es hoy, como lo fue ayer, inmensamente necesaria. No siempre se es consciente de que, por defender esencias similares a las que Cuba defiende hoy, muchísimos compatriotas ofrecieron su única vida. Para patentizarlo, ahí está su obra, nítida e irrefutable, en el siglo XXI.
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