
Dan ganas de volver a ser niña y acercarse a las páginas de El valle de la Pájara Pinta. Es como permanecer por mucho tiempo en él, porque el pensamiento, que sabe de complacencias, se niega a abandonarlo. Haber leído en la niñez un cuento o una novela, y regresar a su lectura cuando se es adulto, son cosas muy distintas.
La experiencia primera, si de verdad nos ha seducido el mundo de la literatura, es de absoluto develamiento, y se descubre la historia en sí, desde el saber infantil, que conocerá quiénes son los personajes, o los embrollos en que se verán envueltos mientras el argumento avanza. La segunda, la de los ojos de la adultez, podría recordar, incluso, hasta el sitio en que se estaba cuando lo atraparon, hace tanto, esas páginas; pero más allá de revivir pasajes y estampas, o hasta comparar la ilustración que guarda en sus recuerdos con la que ahora tiene delante, advierte siempre el guiño que el autor le hace al adulto.
Quisiera uno tener un abuelo como Felo Puntilla, el talabartero del pueblo de Viñales, que en las vacaciones recibía a su nieta Isabela; o vivir las situaciones de esta niña, lectora acuciosa, preguntona y simpática, testigo de aventuras asombrosas capaces de cambiar el entorno apacible del abuelo. Y si las letras han hecho ya ese magnífico atrapamiento, podrá el pequeño lector viajar en un delantal llamado Garrelén, amigo cercanísimo de Cirilina, una anciana que se viste de novia porque eso la ayuda a «estar alegre y a ver el lado bueno de las cosas». Con ellos entablará la niña ocurrentes diálogos.
–¿Quién te trajo hasta aquí? Eres la primera persona que visita el valle de la Pájara Pinta –dijo la vestida de blanco.
–Me traje yo. Seguí a Garrelén cuando me dejó plantada. Hizo ¡fus! y salió volando.
–¡Fus! Dice que hice ¡fus!
–piteaba muerto de risa el de las tiras–. ¡Qué graciosa es!
–Claro, usted hizo así, y salió volando como si tal cosa. Pero yo no sé volar y para poder seguirlo tuve que correr más rápido que Juantorena.
–¡Pi pi pi! –reía el delantal con toda su tela– ¡pipirripí! ¡Ay, no puedo más! Juantorena… ¡dice que Jantorena! Se doblaba de la risa.
Un hermoso homenaje al Valle de Viñales, por el que sintió –según explicó su autora en una entrevista– un profundo agradecimiento al acogerla y haberla «reconciliado con la vida», después de vivir una «gran conmoción moral», constituye esta novela, merecedora del Premio Casa de las Américas en 1980, y en cuya dedicatoria se lee: «A los niños de mi país y a la niña que fui».
Autora de El cochero azul; Aventuras de Guille; de disímiles cuentos, poesías y adivinanzas; creadora del personaje Pelusín del Monte, que anida en el retablo cubano hace ya cinco décadas; periodista; dramaturga; guionista de radio y televisión; presencia insoslayable en nuestros textos escolares, y premio nacional de Literatura, Dora falleció el 21 de marzo de 2001 a la edad de 90 años.
Sin embargo, Dora es presencia. Sus cenizas, por voluntad propia, fueron esparcidas en el Valle de Viñales donde, sin dudas, «fertilizan» la belleza poderosa de nuestra geografía. A esto sumémosle otras permanencias, atesoradas para siempre por los que, alguna vez, sucumbimos al encanto de su pluma.
¿Cómo puede morir quien nos enseñara a amar el misterio y a seguirnos preguntando de por vida si Cirilina es en verdad un pájaro blanco? ¿Cómo podría ser muerte quien desde sus letras consiguió la sobrevida?
Yo, que para escribir estas líneas regresé al valle de Dora, guardaré las nuevas emociones que le debo a estas páginas. A ellas volveré cuando lleguen los nietos, para los que reservo ya unos cuantos libros. En ello pienso cuando procuro despertar de aquellos días en que, en un portal ajeno, y en plena tarde, una abuela postiza me alcanzaba una limonada, mientras leía El valle de la Pájara Pinta.
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