
No podría precisar cuál fue el móvil que me hizo escoger, entre el mar de joyas literarias que guardaba la biblioteca de la Esbec donde estudié, aquel libro de 446 páginas y portada tenebrosa que, posiblemente, otros estudiantes de séptimo grado habrían evadido.
Mientras en el turno establecido para visitar ese sitio de luz, mis amigos leían Mariana Pineda, de Lorca, o El diario de Ana Frank, un título escrito por una autora estadounidense de apenas 22 años atrapó mis sentidos, y, desde entonces, guardo las emociones que me causó El corazón es un cazador solitario, novela desgarradora y sublime a un tiempo, que goza de absoluta actualidad, incluso cuando han pasado 80 años de su primera publicación.
Autora también de Reflejos en un ojo dorado y Reloj sin manecillas, además de poeta y dramaturga, es Carson McCullers uno de los nombres imprescindibles de la narrativa estadounidense del siglo XX, y una de las voces del subgénero llamado gótico sureño, junto a Truman Capote y William Faulkner, por solo citar algunos. La cautivan temas agudos tales como el recogimiento espiritual, el abandono, los trastornos mentales y defectos físicos, los prejuicios raciales y el desamor, y los propone en una narrativa de cómoda lectura, cuya nitidez nos coloca de frente a las historias, tan reales como la vida misma.
«Había en el pueblo dos mudos que estaban siempre juntos. Todas las mañanas, temprano, salían de la casa en la que vivían y caminaban calle abajo, tomados del brazo, hacia sus tareas. Los dos amigos eran muy diferentes. El que siempre caminaba delante era un griego soñador y obeso (…). Su rostro era redondo y brilloso, con párpados semicerrados y labios curvados por una sonrisa blanda y estúpida. El otro era alto. Sus ojos tenían expresión viva e inteligente y siempre estaba inmaculada y sobriamente vestido. Todas las mañanas los dos amigos caminaban juntos y silenciosamente hasta que llegaban a la calle principal del pueblo».
Así abre el libro. Tentador desde sus aparentes silencios, nos presenta de este modo a John Singer –personaje al que se dirigirán los que irán apareciendo después, para verter en él sus angustias y «convertirlo» en ese ser que necesitan para ser consolados– y a su amigo Antonapoulos, por quien sentirá el primero un apego ilimitado que no corresponderá el segundo.
Poco después de esta publicación, en La balada del café triste –otra de sus más acabadas obras– ofrecerá la McCullers su concepto del amor, en el que sostiene que si bien «es una experiencia común a dos personas», no significa por ello que «sea una experiencia similar para las dos partes afectadas». Ya en El corazón… asomaban estos resortes valorativos.
Alrededor de Singer –quien sufrirá la separación de su amigo, internado por un familiar en un centro siquiátrico, y terminará suicidándose al saber que el enfermo ha muerto– desfilan con sus respectivas cruces una adolescente (Mick Kelly); un tabernero (Biff Brannon); un doctor negro (Benedict Copeland), y un comunista alcohólico (Jake Blount). Desde ellos saldrán al escenario fustas tales como la discriminación racial y de género, la incomunicación, el aislamiento en medio de la mediocridad social que, como un «rayo de terror», sacude a quienes las padecen.
Los sucesos ocurren en el sur de Estados Unidos, donde subsisten –llueven ejemplos– los tópicos que atormentaron a estos personajes, cuya creación es ya octogenaria. Recreada también en el cine, en un filme de 1968, de Robert Ellis Miller, El corazón… sigue pulsando a sus lectores, algunos dispuestos a volver a sus páginas una vez más, incluso cuando en el suyo esta fabulosa novela tenga un sitio reservado para la posteridad.
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Me encanta Barbara Eden dijo:
1
18 de noviembre de 2020
12:04:04
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