ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
Foto: Fotograma de la película familiar Cheburashka (2023)

La historia del séptimo arte le debe especial favor a la pantalla soviética, por contribuir a la articulación y consolidación del lenguaje  cinematográfico, incluso desde la instancia misma de un elemento cardinal como el montaje.

El padre del montaje moderno, Sergei Eisenstein, director de La huelga (1924) y El acorazado Potemkin (1925) y uno de los creadores más determinantes del celuloide, desarrolló, tanto en el plano teórico como en el práctico, todo un dispositivo sobre el relieve esencial de la edición fílmica en la transmisión de conceptos y percepciones.

Si Godard nos enseñaría, cuatro décadas después, en Francia, que el movimiento de una cámara es una decisión moral, Eisenstein nos demostraría que yuxtaponer planos es, también, una convicción ideológica; algo sabido desde el precursor Griffith, pero que el director de Octubre llevó a un nivel de expresión y manejo nunca antes visto.

El cine soviético, arte, ideología e industria (como lo es el estadounidense, con mucha más propaganda y patrioterismo en su filmografía, sobre todo en el género bélico), reflejó las luchas/quimeras de la clase obrera reivindicada por la Revolución de Octubre, y el proceso de la construcción del socialismo; y gestó premiadas películas que figuran en las selecciones de las mejores de la historia.

Como en toda industria, hubo material descartable, cintas que respondían con demasiada evidencia a agendas políticas o tendencias programáticas puntuales (no pocas perecederas), largometrajes de un ritmo narrativo tan plúmbeo que

desesperarían a los no incondicionales, pero también mucho de cine de exquisita factura, títulos y autores que siguen y seguirán siendo ineludibles.

A las aportaciones de Vertov, Pudovkin, Kuleshov, Dovzhenko o Kozintev, se sumaría el quehacer de Yutkevich, Parajanov, Panfilov, Chujrai, Kalatozov, Shepitko, Bondarchuk, Mijalkov, Sokurov o del maestro Andrei Tarkovski (La infancia de Iván, Andrei Rubliov, sacrificio), por citar solo unos pocos de los numerosos e inolvidables directores soviéticos de notable peso histórico.

Aunque, visto en conjunto, el actual cine ruso no posee la impresionante dimensión autoral del soviético, sigue siendo una pantalla pujante, de extraordinaria recepción por parte de su público natural, la cual –pese a las sanciones impuestas por las productoras hollywoodenses desde 2022, y la injusta cancelación de sus títulos a rango de festivales y de exhibición comercial en Occidente–, no descuida la mayor parte de los géneros y temas observados por su predecesora, de la que deviene continuidad en ciertas aristas.

Es cierto que no puede compararse una película soviética de guerra del vigor en su puesta en pantalla, la indagación ontológica y la sinfonía de lo trágico de Ven y mira (Elen Klimov, 1985), por ejemplo, con la menor calidad artística general de las producciones bélicas del momento; pero este género en el actual cine ruso –del cual soy ferviente seguidor, no obstante su cada vez mayor tendencia a hollywoodizar morfológicamente sus relatos– incorpora la novedad de expandir su arco de atención a contextos y conflagraciones de la contemporaneidad (Serbia, Kosovo, Afganistán, Siria…)

Más allá del bélico, de sus historias filmadas en el espacio, de ciencia-ficción, catastrofismo, deportivas, o infantiles (algo de lo cual puede apreciarse en el Festival de Cine Ruso, del 3 al 7), la almendra de esa pantalla hoy día se descascara en territorio del drama y el trabajo de Andrei Zvyagintsev, Alexei German Jr. y Kirill Serebrennikov, entre otros. Un siglo atrás, Moscú apostó por el cine; y lo sigue haciendo.

COMENTAR
  • Mostrar respeto a los criterios en sus comentarios.

  • No ofender, ni usar frases vulgares y/o palabras obscenas.

  • Nos reservaremos el derecho de moderar aquellos comentarios que no cumplan con las reglas de uso.