Los conceptos del consumo musical hoy día, a nivel global, responden, obviamente, a las tendencias más rentables para la industria. Toda la arquitectura del marketing y diseños sonoros alrededor de ellas redundan en un interminable bucle que, según muchos, no tiene un futuro bien definido o al menos predecible. Eso está dado, entre muchos factores, por el aceleramiento tecnológico de estos tiempos en los que en pocos años los soportes dedicados al almacenaje y comercio de la música se han visto obsoletos, y cada vez más las etapas de vida útil de cada uno se acortan, siendo el disco de acetato el de reinado más largo.
Con la consiguiente evolución tecnológica y la aparición de nuevas formas de acceso a la información, también cambiaron las dinámicas de las casas discográficas, las cuales asumieron como un sorbo de renovación la simplificación de procesos productivos y de fabricación así como también el abaratamiento en formas de pago y otras herramientas muy útiles para encontrar la forma de alcanzar otras audiencias. Pero, ¿la llamada buena música forma parte de esas estrategias de difusión y consumo? ¿Están ligadas a otros resortes de la industria del ocio? ¿Por qué impera, mayormente, un tipo de música en el mercado global?
Existen estudios en los que los resultados son alarmantes, no solo por el consumo de un tipo de género en específico, sino, paradójicamente, por quienes son los que más tiempo pasan conectados a las plataformas digitales desde sus dispositivos. Y, como mordida feroz de un mercado voraz y despiadado, son estos a quienes va dirigida toda la chatarra musical que se genera a diario.
La industria lo sabe y le saca provecho; si antes los jóvenes dependían de sus padres para comprar algún tipo de música, hoy el panorama es diametralmente distinto. Basta poseer un teléfono u otro accesorio para digerir, desde la llamada pluralidad de consumos, lo que mayormente esa «fábrica» quiere que escuchemos. Y, aunque podemos encontrar buenas propuestas sonoras, es innegable que la balanza se inclina hacia la frivolidad.
En Cuba, las discográficas aún apuestan por legitimar un discurso musical inclusivo y de altísima calidad que se enfrenta a un mercado visual muy excluyente y sectario, en el que, de manera general, no existe una paridad entre calidad, difusión y recepción. De nada le valen a un artista cubano premios Cubadisco, Cuerda Viva, Grammy u otros, si en la programación nacional su música no se promueve como debiera, o si carece de espacios regulares para actuar, con el tangible e inexplicable resultado de un sonido casi monótono en los diversos lugares de consumo públicos y privados por todo el país.
Y no se trata de coartar tendencias de moda y mercantilmente atractivas, sino de establecer condiciones justas para todos, y que los más perjudicados no sean los que siguen bregando por mantener nuestra herencia musical. Adentrarse en el torrente de la modernidad de la industria musical actual ha de ser, también, un acto de acertada cubanía.










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