En muchas ocasiones se tiende a comparar épocas y estilos musicales, pero si nos limitamos al hecho puramente artístico, sabemos que esta práctica suele caer en saco roto, ante la imposibilidad de medir este arte como una concatenación lógica de elementos comunes. La música, abstracta e intangible desde su intrínseca concepción, puede llevarnos a diversas maneras de interpretación personal en dependencia de los círculos por los que nos movamos. Pero ya sea una tendencia de hondas raíces populares o el más refinado solista, una realidad circunda todo el universo resultante del arte sonoro: el buen gusto.
¿Existe acaso un único rasero para medirlo? ¿Cómo delimitar lo que para los distintos nichos de mercado puede considerarse legitimado o acertado? ¿Cómo no entrar en contradicciones estéticas entre esos distintos modos de apreciar la música?
En cada manifestación sonora cohabitan guiños y maneras propias de expresión que, aunque no sean del conocimiento de otras audiencias, bien ilustran lo que pudiéramos denominar la universalización del género o la estandarización de códigos. Por ejemplo, si recurrimos al complejo de la rumba, no pudieran calificarse como simples ni vulgares los distintos tipos de bailes o toques de cada ciclo, a pesar de que están basados en la sensualidad, la virilidad o el apareamiento. Nada grotesco ni visualmente ofensivo rodea una columbia, un guaguancó o un yambú, sino que incluso, ante la mirada de quienes desconozcan sus interioridades, el espectador podrá identificar un producto de buen gusto.
Si nos trasladamos a una zarzuela como Cecilia Valdés, en un ejercicio en el cual pudiéramos aplicar el mismo esquema, basado en una audiencia que no es afín al género ni a la historia por contar, sucedería lo mismo. La música, la gestualidad de los solistas y todas las interacciones de la obra se encargarían de llevarlos a un estado de opinión en el cual el buen gusto sería bocadillo recurrente en las opiniones al respecto.
También en estos avatares hay que tener en cuenta un elemento primordial: el mercado. Ya sea para bien o en sentido negativo, el planteamiento de una supuesta «democratización musical», para satisfacer a públicos con determinados gustos y poder adquisitivo, no es factor para desdeñar. Durante años ello ha fungido como espada de Damocles para el consumo del arte musical y, aunque en ocasiones han podido converger en líneas coincidentes, en otras ha sido causante del fin de carreras y estilos, para dar lugar a bodrios, literalmente hablando. Nada justifica, musicalmente, la exaltación a la violencia, a la degradación de la mujer como símbolo de sumisión sexual, ni tampoco la reformulación de códigos como la gesticulación en torno a la zona púbica, cada vez más recurrente. El lenguaje verbal ofensivo, muchas veces racista o esbozando las más impronunciables palabras, no posee ribetes de estandarización más allá de un suculento círculo de consumo que genera ganancias económicas, pero no de buen gusto.










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