ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
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César Pedroso, maestro de generaciones, cuyos aportes han enriquecido la música cubana. Foto: Anabel Díaz Mena

Desde hace algún tiempo, y por el lógico ciclo vital al que pertenecemos, nuestra música ha ido perdiendo a figuras excelsas que, desde sus trayectorias profesionales y empeños en varias líneas de trabajo, han ayudado a su fortaleza.

Juan Formell, César Pupy Pedroso, Adalberto Álvarez, Pablo Milanés, Tony Guzmán, Alfredo Muñoz, José Luis Cortés, Radamés Giro, Jesús Gómez Cairo, Ireno García, Alfredo Diez Nieto, Teté García Caturla… son algunos de los artistas que han fallecido recientemente.

En toda cultura, el entrelazamiento generacional es un modo natural de conservación de tradiciones, y el vehículo idóneo para la consolidación o ruptura de cánones y formas de aprehensión hacia el arte en su expresión endógena. Nuestra música ha sabido –y podido– esbozar esos eslabones con las atenuaciones signadas por cada época, además de afianzar en cada nuevo nacimiento un nexo con los antecesores, sin los cuales no hubiésemos llegado hasta hoy.

Pero un nuevo escenario se aferra en mostrarse impávido e insolentemente desafiante, provocado por la desaparición de notables músicos ya mencionados –además de otros– y que hoy nos debe inducir a reformular estrategias sobre el estudio de metodologías y planes de nuestra propia historia musical, legados e interacciones generacionales. ¿Qué está sucediendo con la obra de compositores académicos esenciales como Beatriz Corona o Conrado Monier, y sus impactos creativos en los jóvenes músicos? ¿Qué lugares ocupan Roberto Valera, Juan Piñera o José Loyola? ¿Se extinguirá el songo si Van Van dejara de existir?

Cuando hago las mismas preguntas en las diversas zonas por las cuales transita la mayoría de los estilos de nuestra música, noto cierto rezago en el universo dialéctico que debería existir en torno a ello, y encuentro un terreno árido en cuanto a su continuidad, conceptual y estilísticamente hablando. En un país como el nuestro, las obras y el magisterio de muchos de esos artistas debían ser consideradas patrimoniales, desde los aportes de Radamés y Gómez Cairo a la musicología, el cronismo social de la Cuba que vivió Formell, o las experiencias pedagógicas de Alfredo Muñoz y la escuela europea de violín de la cual bebió.

No debemos ver lejanías temporales ni circunstanciales en sus ausencias físicas ni en las tendencias musicales que tan meritoriamente fueron defendidas por muchos de estos maestros que ya no están, ni tampoco romper los ciclos de aprendizaje o estudio sobre ellas, pues nos toca el difícil empeño de la perpetuidad y la recontextualización de sus legados para los futuros músicos cubanos. Pero ese accionar y empeño deben caminar junto a coherentes acompañamientos, y con los lógicos cauces de la renovación y la continuidad de nuestra música.

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