Cuando se habla de globalización, colonización y cultura de hegemonía, siempre la historia se escribe del lado de quienes la cuentan porque, además, tienen la imprenta para hacerlo creíble. Cuando me refiero a esto, también se suman hoy a los libros y a la literatura escrita de las culturas de dominación –que durante siglos han maniatado cada obra emancipadora desde lo multinacional o endógeno– toda la amalgama de recursos mediáticos disponibles.
El llamado mass media se yergue como el verdugo de estos tiempos para, en sentido nada figurado, cercenar atisbos de resistencia cultural. ¿Pero se nos presenta en la música de manera visible? Obviamente sí, desde el momento en que se posicionan determinadas tendencias en las pasarelas promocionales que inducen o pastorean a un público seductible desde lo emocional. Para ello, las plataformas dedicadas a colocar contenidos han debido cortar, de manera eficaz, los lazos sensoriales de esas audiencias con aquellas expresiones que en algún momento formaron parte de sus vivencias y, lógicamente, han debido lograr lo que vamos a denominar orfandad musical.
Pero esas fueron prácticas que contemplaron un escenario ya distante y que, debido a los cambios en los flujos de la información, eran evidentemente descifrables para los grandes públicos. Había entonces que replantearse estrategias desde la propia incorporación de aquellos códigos antes descartados, pero sin ser demasiado entusiastas, si no, el manual del conquistador cultural se iría a bolina.
Entonces desarrolló la industria –la dominante, claro– un trabajo de tenue aproximación, de milimétricas dosis de liberación musical de algunas estéticas que, bien pensadas, funcionarían. Hubo antecedentes donde pienso que el mercado no traspasó su frontera meramente acompañante y dejó que el talento fluyera, sin imposición de cánones visibles, como la canción romántica de los 50 con Nat King Cole abordando en español temas cubanos y grabados aquí, (siempre recordar al maestro Armando Romeu por aquellos extraordinarios arreglos) así como en el jazz con los formatos orquestales de Duke Ellington, Benny Goodman o Glenn Miller.
Vendrían cambios sustanciales cuando ya desde los 60 y los 70, incluso el gran laboratorio del rock británico hacía de las suyas desde lo creativo; pero sin duda el gran acople y su empaque final eran la lucrativa industria norteamericana y su legitimación comercial, sin las cuales no habría «jugada» hablando deportivamente.
Entendiendo que la enajenación musical es un arma tan poderosa como los proyectiles en una guerra, ciertos sectores de la derecha local comenzaron un desmembramiento casi perfecto de erradicación cultural con la persecución, censura o asesinato a cantautores de ideas socialistas o comunistas imbuidos por el triunfo de la Revolución Cubana y su impacto en el continente. Víctor Jara, Alí Primera, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Mercedes Sosa y más, figuraron en esas listas y mientras las canciones «no convenientes» de estos se pausaban, otros iban llenando esos espacios.
De esas y otras maneras de extorsión, muchas expresiones musicales latinoamericanas fueron dando paso a algunas que provenían de sectores de ultraderecha o que poseían una elevada carga de desideologización, inconexas a propósito con las luchas y tendencias populares anteriores y que comenzaron tempranamente a imponer una banalidad idiotizante que, a fuerza de talento, le ha costado mucho desbancar a nuestros pueblos de América.










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