ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
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Foto: Archivo de Granma

La industria de la música en el planeta cada día se esfuerza más por encontrar asideros que le permitan conservar su única razón de ser: subsistir.

Por increíble que parezca, su más feroz competencia es ella misma, gracias, en gran medida, a un despiadado sistema de ramificaciones comerciales que, en muchos casos, ha incentivado el consumo de la banalidad. Y si vamos a diseccionar o sugerir qué son o no –según el gusto de cada cual– expresiones de frivolidad y simplismos musicales, habría que, obligatoriamente, tener puntos de referencia que estén legitimados por el mercado, lo que nos lleva directamente a la industria. ¿Cómo decirle al gran público que algún género o artista roza lo trillado si, paradójicamente, no le enseñamos qué hay del otro lado?

Si durante tantos años se han priorizado resortes de marketing por encima de gustos reales, no puede esperarse otro resultado que no sea el que se ha plantado en esa ecuación. Así, pudiéramos dividir la industria en dos partes desiguales: una con la suficiente exquisitez para la exaltación y el consumo de interesantes propuestas sonoras, y la otra que es diametralmente opuesta. Pero, contradictoriamente, es esta última la que, a través de sus dinámicas diarias destinadas a mayores públicos, maneja la enajenación con perfecta destreza, al punto de crear, coherentemente, un conglomerado de productos tangibles y virtuales para la adoración, cual ritual adictivo, de una mercancía musical.

Para llegar a esas metas, la industria ha debido lidiar con contradicciones y realidades, y ha sabido convivir con ellas, de ahí su éxito. Desde el inicio de la radio, la TV y hasta las tecnologías transmediales actuales, han surgido espacios dedicados a las diferentes audiencias, en dependencia de sus preferencias. Estas interacciones no siempre fueron de forma pasiva, sino que, poco a poco, se fueron introduciendo tendencias y gustos para imponer una feroz atadura conceptual, en la cual manda la minoría, en este caso la industria.

Un ejemplo concreto es la creación de concursos y premios como maneras de validar y respaldar esa apuesta que el mercado nos propone, la que aún muchos creen que ocurre de forma espontánea. Pero un certamen competitivo no es el problema, sino toda la instrumentación acompañante del evento que, articuladamente, nos intenta convencer de su pulcritud. Y no pretendo esbozar que todo es mediocre o gris en eventos de esa índole, pero bastaría preguntarse por qué el jazz y otros géneros no agraciados por el oropel tienen que refugiarse en disqueras independientes para subsistir artísticamente. Y, aunque esos oasis musicales estarán compitiendo en algunas categorías, sabemos de antemano que no son certámenes diseñados para contribuir a diversificar gustos ni calidades, ni para visibilizar el trabajo de pequeñas disqueras periféricas. Todo lo contrario. El mayor empeño, dinero mediante, será siempre el de preservarse como especie a toda costa.

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