ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Esta crónica no nació de súbito. Ya sabía de mi compromiso con su escritura, y algo habría de encontrar por aquellos rumbos que aguijoneara la inspiración. Pero Artemisa resultó tierra buena para las crónicas. Y para las Revoluciones! Porque de allí partió una veintena de jóvenes a asaltar el porvenir, a escribir con sangre la historia, esa que hoy los reverencia y acoge en el espacio sagrado de los Héroes.

Dicen que la gratitud nos hace nobles. También Artemisa fue en esta mañana de julio, como en aquella de 1953, una tierra agradecida. De los buenos hijos que hace 61 años vio partir, cual “flechas de coraje y sonrisa a clavarse en la noche para traer la aurora”, como bien poetizara el Indio Naborí; y de los buenos hijos que hoy, sobre los cimientos de aquellos, fundan y aman.

Porque además fue el Moncada, la Revolución misma, y todo cuanto hacemos para perfeccionarla, un acto de amor. Si no cómo explicar la mezcla de sentimientos atorados entre pecho y espalda de una generación que leyó diferente al Maestro y cargó sobre su lozanía los fusiles para soltar amarras, revertir ultrajes, y bendecir con el beso de la libertad la frente de la Patria ya marchita. Si no cómo entender el arranque de aquellos corazones que treparon al lomo de las montañas —cual genuina continuidad— y cabalgaron “sin miedo” hasta el Primero de Enero. Si no cómo creer en el empeño de quienes —concientes de las imperfecciones— actualizan y transforman con aires de renovada mejoría; aunque aún no llegamos a respirarlo todos ni en todo.

Esas razones, las de ayer, las de siempre se esparcieron esta mañana de julio sobre el Mausoleo a los Mártires de Artemisa, sobre la villa de rojo símbolo, sobre Cuba que la contempló orgullosa.

Los por qués brotaron de la experiencia de un moncadista convertido en Comandante de la Revolución, miembro del Buró Político y Vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros. Pero Ramiro Valdés Menéndez es ante todo uno de los intrépidos que en la mañana de la Santa Ana se inscribieron en la memoria de un país. Porque aquel 26 de julio, como dijera en su discurso “no fue un triunfo de las armas, pero fue una victoria de la moral y la dignidad. Fue la chispa que encendió nuevamente el motor que nos llevaría (…) a alcanzar la verdadera y definitiva independencia”.

Y hubo más respuestas esparcidas: en el poema de Jesús Orta Ruiz; en una clase de Historia escrita en décima; en las palabras de un campesino a quien “le toca cosechar y producir”; en la voz del Partido que exaltó los logros de la joven provincia al tiempo que reconoció cuán largo es todavía el camino del avance; en la visión de una pionera de sexto grado que mira con orgullo “a quienes le obsequiaron un futuro mejor”; en la guitarra de Pancho Amat; y en el silencio…convertido en tributo.

Estremecida por los recuerdos y la obra nueva, Artemisa renació. Renació al compás de los moncadistas y los expedicionarios del Granma, esos viejitos tan jóvenes a quienes tanto le debemos y cuyo legado nos impulsa a asaltar nuestro propio Moncada. Mas ese, el Moncada del hombre y los tiempos nuevos, no tendrá, afortunadamente, como me dijera con toda lucidez a sus 96 años María Antonia Figueroa, financiera del Movimiento 26 de Julio, las motivaciones pasadas. Porque hoy los cuarteles son escuelas. Pero hay otras, quizás más arriesgadas, y “estriban en el trabajo constante para no perder lo alcanzado” y en la transformación sistemática con resultados plausibles —y tangibles— para todos los cubanos. La sangre de Artemisa, y de Cuba, que hoy está brillando en la bandera no podría honrarse de otra forma.

Y si me pidieran un regalo, una flor para Artemisa, le daría una Victoria Regia. Un lirio de agua. El más grande. De esos que se dan en este mes y que, caprichosos como la naturaleza misma, se empeñan en amanecer abiertos, bien esparramados al sol. Artemisa también floreció este julio.

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