En los últimos días ha sido noticia la contribución de miles de vietnamitas, al superar los 14 millones de dólares recaudados para ayudar a Cuba, en el contexto de una convocatoria lanzada por la Cruz Roja de esa hermana nación asiática.
Quienes tuvimos alguna vez el privilegio de viajar hasta ese «otro lado del mundo», sabemos muy bien que una cosa es escuchar la referencia al tremendo cariño de ese pueblo por los cubanos, muy especialmente por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, y otra es vivir esa realidad directamente allí.
Hay naciones a cuyos hijos nada les logra nublar la memoria… y mucho menos la gratitud. Una de ellas es Vietnam.
Quizá ni el mismo Fidel imaginó la dimensión que, futuro arriba, alcanzaría aquella histórica frase que le salió de lo más profundo de sus sentimientos, el 3 de junio de 1969: «Por Vietnam estamos dispuestos a dar hasta nuestra propia sangre…».
Más allá de los años transcurridos desde entonces, en la tierra del Tío Ho (Chi Minh), las palabras del Líder Histórico de la Revolución Cubana son una especie de herencia en vena, que ha pervivido dentro de esa sociedad.
Y no, no ha sido por imposición, sino por algo mucho más fuerte: la gratitud convertida en cariño, en admiración, en convicciones.
Si dirigentes de alto nivel, miembros de delegaciones parlamentarias cubanas, sindicales, juveniles o de otras esferas, diplomáticos o historiadores pueden ofrecer hoy cientos de anécdotas acerca de esa admiración hacia nuestro país (recíproca, vale decirlo aunque lo demos por sentado), también yo conservo no pocas evidencias, asociadas a una visita a finales de 1999, junto al colega Frank Agüero Gómez.
Invitados por el Nhan Dan, órgano oficial del Partido Comunista de Vietnam, recorrimos sitios de extraordinario valor histórico y económico, además de intercambiar con colegas de la prensa como si se tratara de la propia familia acá.
«Por favor, dile al conductor que detenga la marcha un instante para tomar un par de fotos» –le pedí al compañero encargado de la traducción–.
A la derecha de la vía, un grupo de mujeres campesinas laboraban en faenas agrícolas, cobijadas por sus típicos sombreros.
Al percatarse de mis intenciones, pude leer en sus rostros que no les agradaba la idea. Posiblemente me hayan visto como un intruso extranjero, quién sabe si de Norteamérica, Europa..., pero al darse cuenta de mi origen cubano, pude notar cómo, a la que estaba más cerca de mí se le transformó completamente el rostro, y comenzó a sonreír.
Creo que fue una de las sonrisas más nostálgicas, cándidas y soñadoras que he visto en mi existencia. Inmediatamente empezó a decir, en sílabas, ¡Cu-ba, Cu-ba! ¡Fi-del, Fi-del!.
Ha transcurrido un cuarto de siglo. Por supuesto que nunca más volví a ver el rostro de aquella humilde vietnamita. Por la edad que entonces tenía, aún debe vivir.
Y no tengo la menor duda de que puede ser, perfectamente, una de las tantas que ha cerrado ojos, no para hacer un esfuerzo, sino para sentir el placer de acudir a los ahorros de su sudor personal con el propósito de entregar dinero, en solidario gesto con este pequeño país del Caribe, desde el cual uno de los hombres más grandes de la historia expresó un día la voluntad de todo un pueblo de dar, por Vietnam, hasta la sangre si fuese necesario.
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