Llegas diez minutos antes, porque no pierdes las esperanzas de que alguna vez la puntualidad te sorprenda, aunque la experiencia demuestre, una y otra vez, que por estos lares la hora de comienzo anunciada es una especie de señuelo: a ver si los convocados aparecen, y todo se haya dispuesto, al menos 15 minutos después.
En fin, tomas asiento, revisas el móvil, contestas mensajes, mandas un correo, editas un texto, abres el libro, lees uno, dos, tres capítulos… a cada rato alzas la vista y miras alrededor, la habitación se ha llenado, están todas las personas que identificas como imprescindibles para que la actividad se realice (el homenajeado, el presentador, etc.), el escenario se encuentra dispuesto… y nada.
El «atraso reglamentario» queda ampliamente superado: ha pasado media hora, 45 minutos, y te impacientas, porque planificaste un tiempo prudencial para esa presentación, y empiezas a temer que deberás marcharte antes de que termine, si es que alguna vez inicia.
Al filo de la hora de espera, buscas a un organizador para que te explique qué sucede, y él, como si fuera lo más natural del mundo, dice que esperan a cierta personalidad, que está en una reunión, pero que pronto llegará: «No se me desespere, periodista, casi, casi empezamos».
Dispuesta a ofrecer el beneficio de la duda, por estar en funciones de trabajo y, además, interesarte verdaderamente lo que ocurrirá allí, decides quedarte. Un rato después aparece quien esperaban; y, sin mediar una disculpa al público, como si nada hubiese sucedido, inicia la actividad.
No hay dudas de que la persona por quien se aguardó tanto rato merece todos los honores, pero esa mañana no hizo sino estar, como una más entre las asistentes; y cabe sospechar que el interés de los promotores del encuentro por que participara estaba asociado al relieve que podría conferirle a la actividad, al nombre que aparecería luego en reseñas de prensa, al impacto.
La experiencia –es de lamentar– no ha sido única en estos últimos meses; hay, incluso, quien ha debido marcharse apenas iniciada una conferencia, porque después tenía un compromiso impostergable, y se había esperado durante más de una hora por una personalidad invitada.
En tiempos de carencias disímiles, cuando la falta de fluido eléctrico y de combustible incide en el transporte del personal y en la estabilidad de las programaciones, es irrespetuoso que lo que pueda empezar en tiempo, no lo haga. ¿Quién no está dispuesto a esperar a aquellos que se retrasaron porque «hay un solo carro recogiendo a los involucrados», o porque alguien «demoró en encontrar en qué venir»? ¿Cuántos no hemos esperado afuera del teatro a que vuelva la electricidad al bloque correspondiente?
Pero hay diferencias entre la realidad y sus complejidades, y las justificaciones y caprichos. Las cubanas y los cubanos, con sus honrosas excepciones, no podemos preciarnos de ser puntuales; pero deberíamos recordar con más frecuencia que la puntualidad es sinónimo de respeto al otro.
Quien tiene responsabilidad frente a determinados procesos debe tenerlo en cuenta más que nadie: no amparar demoras ilógicas ni permitir que se espere por su persona sin una razón plausible. Coordinar agendas, cancelar compromisos, reacomodar prioridades siempre será preferible al malestar de quien siente que han jugado con su tiempo, uno de los recursos más valiosos que tiene.
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