ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Apenas unos meses después de enero de 1959, la Isla comenzó a perder el derecho a que, en la prensa internacional capitalista y en el vocabulario político de las grandes potencias occidentales, las gestiones de sus dirigentes llevaran el calificativo de gobierno.

Desde ese momento o seríamos un régimen o una dictadura, calificativos que raramente se usarían con aliados o secuaces fieles al mandato de la oligarquía, sin importar a cuántos desaparezcan, torturen, secuestren o excluyan en cualquier rincón del planeta.

Según los que se erigen como jueces del mundo, el pequeño y asediado archipiélago ha de cumplir determinadas «exigencias» para poder zafarse de semejantes estereotipos, ganar el perdón, y hasta recuperar el salvoconducto para hacer o deshacer sin la menor acusación o regaño de los gendarmes internacionales. Digamos que se trata de rescatar el aval de buena conducta que fue otorgado, por última vez, a Fulgencio Batista.

La primera y gran condición para obtener el premio es desmontar la Revolución, renunciar al socialismo y avanzar hacia los «paradigmas triunfantes» del capitalismo regional; es decir, sumarnos a la práctica de lanzar perdigones en los ojos de los manifestantes; masacrar líderes sociales sin el menor recato; tener algunas decenas de periodistas asesinados; multiplicar las armas de fuego en manos de los jóvenes; poner pandillas en la calle y llevar a nivel de caos la delincuencia.

Por fin, y con la gracia del Tío Sam, los cubanos que hasta hoy son los únicos que «escapan», cuando van al norte, pues emigrarían, como todos los demás que huyen de la miseria.

Una vez cumplidos estos peculiares requisitos para el ingreso al club de los democráticos, tendríamos que multiplicar los partidos políticos —cuantos más mejor—, siempre y cuando se prohíba el comunista, pues extrañamente se ha determinado que pertenecer a esa ideología no es válido, aunque la palabra democracia debería incluirla, como mismo acepta a los capitalistas.

Pero no todo sería tan simple, habrá que devolver las propiedades a sus antiguos dueños, desmontar las imágenes de Che y Camilo de la Plaza, profanar el grano de maíz de Santa Ifigenia, cambiar el nombre a municipios como Frank País, Mella o Ciro Redondo, cerrar el Museo de la Revolución, mandar el Granma a un sitio no visible, y reponer el Águila sobre el monumento al Maine.

Tendríamos que romper relaciones con Venezuela, distanciarnos de China, maldecir a los rusos y, si queremos que nos den un puesto para la foto en primera fila, junto a los emperadores, mandaríamos a levantar una embajada cubana en Jerusalén.

En fin, que sería tan alto y tan indigno el precio, que dejaríamos de ser cubanos el día que pactemos con tan oprobiosa rendición.

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