Habita el ser humano un extraño rezago de resentimientos. Es como si tuviera un arsenal dormido en los genes, que puede ser activado en cualquier momento.
Sin embargo, como la mayoría de los comportamientos humanos, no es necesariamente impredecible y, a su vez, puede ser susceptible de manipulación. Tal como sucede con los envenenamientos, se administran cuidadosamente y por tiempo prolongado pequeñas dosis de aquello con lo que se pretende consumir al ser humano, hasta que el daño es tristemente irreversible. Pero no se trata de nada físico esta vez; lo que envenenan es el alma, la conciencia, y lo que administran con precisión es odio.
Asusta, ciertamente, pensar que puede existir una manipulación a gran escala y con la frialdad suficiente como para torcer la condición humana a tal punto, que lleguen a desdibujarse la sensibilidad y la empatía totalmente, y en su lugar crezca la firme convicción de eliminar a otro ser humano como si fuera una plaga, de arrancarlo de la faz de la tierra como se extirpa del cuerpo un trozo de tejido consumido por el cáncer.
Hasta la más insólita de las metáforas que pueda utilizar quien escribe, como recurso comparativo, quedaría a años luz de la que ha sido para esta especie un arma infalible y de efectos ilimitados, perfeccionada por los siglos de los siglos, y validada por las más terribles escenas que la historia conserva manchada de vergüenza: corromper, desde el desprecio y el odio, las relaciones humanas.
Meticulosamente trabajado, puede el odio activar el lado más oscuro de la naturaleza humana, y normalizar el cinismo y la desfachatez con la que se asesina, aísla, discrimina agrede… Detrás de cualquier forma de violencia, de cualquier acto que degrade a un semejante, hay siempre, de forma inequívoca, alguna dosis de odio inoculada.
Pero, ¿por qué resulta tan peligroso este algoritmo, apuntalado como nunca en los tiempos que vivimos? Lo que tiene de obvia la respuesta se equipara a la profunda preocupación que genera. El desprecio y el odio no caminan solos, no se construyen de la nada, y eso bien lo saben quienes han parapetado tras de sí las escaramuzas para escalar las altas cumbres del poder.
Para odiar, hay que temer. Temerle a lo diferente, a lo que rompe con esquemas convencionales o más bien convenientes. Demonizar al otro es el primer y más importante paso (sea persona, cultura, religión, Estado, etnia), levantarle una imagen de peligro potencial, construir un guion –con escenografía incluida–, en el que la felicidad, la libertad, la esperanza y los sueños estén siempre bajo amenaza por culpa de ese «otro».
También ayuda sobremanera el extremismo. Bandos irreconciliables, opuestos, incapaces del diálogo. Inducir posturas que conduzcan más al fanatismo que a la confianza o la credibilidad, es también un modo de inducir al odio. La incapacidad para comprender que todo y todos no pueden existir a imagen y semejanza de lo que nos obsesiona, tiene generalmente resultados catastróficos.
Pero hay más, cultura de superioridad, convencimiento de la predestinación. Pudiera pensarse que no necesariamente tiene que ser ese un camino de odio, pero también es el desprecio una de sus formas.
Cuando se enseña a mirar a los otros como inferiores, como parásitos, como un lastre del que hay que desprenderse en pos del progreso, la perfección, la supremacía; se deshacen los lazos naturales de la empatía, dando lugar a un desprecio enfermizo que no se conforma sino con el exterminio.
Todo esto, muy sucintamente descrito, ¿le suena a algo? ¿No? Hagamos la prueba solo con meras frases y, de seguro, algún interruptor cognitivo se activará para convidarnos a la reflexión: «Raza superior»; «Hacer América grande otra vez»; «Pueblo elegido de Dios».
No son las únicas, pero son suficientemente representativas como para comprender de qué va esta teoría. Fascismo, limpieza étnica, deportaciones forzadas. Si esas verdades aun para alguien parecen lejanas, sigamos la lista: bloqueo, persecución y cárcel para todo lo que huela a liderazgo progresista, tildar de régimen o dictadura cualquier proceso que se encamine a la soberanía y a la justicia social.
A lo individual también se enfocan los «esfuerzos». Basta un paneo simple: xenofobia, racismo, homofobia, misoginia…, todas deplorables formas de odio.
En los momentos más difíciles y sobrecogedores, se pregunta uno, hasta de manera inconsciente, si es que perdimos ya la batalla; si es que estamos en un punto de no retorno para sobreponernos a esa letal y sumamente contagiosa enfermedad.
En lo particular, creo que aún podemos salvar nuestra humanidad. Pero algo está claro, no lo lograremos sin sacarnos resentimientos inútiles del alma, que nos convierten en un blanco perfecto para los gestores de la cultura del odio, que es también la de la destrucción y la de la desesperanza.
Siempre hay opción de aprender a amar primero. No olvidemos nunca que el odio que hoy enluta casa ajena, puede, mañana, estar tocando nuestra puerta.
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Maikel Angel dijo:
1
3 de julio de 2025
09:51:50
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