«Derecho, siempre delante de uno, no se puede ir muy lejos…». Nunca comprendí la verdadera magnitud de esta frase de El Principito hasta aquel jueves, mientras aguardaba en un ómnibus Yutong con destino a La Habana.
Todos esperábamos a bordo, pacientes. Tras el cristal, se vislumbraba a varios choferes conversando con una mujer. Minutos después, subió y ocupó el asiento a mi lado. «¡Ay, que le dé tiempo, que le dé tiempo!…» susurraba con ansias, mientras emprendía nerviosa otra llamada en lo que descendía del ómnibus: «¿Por dónde vienen? Apúrense, que los esperan y ya estamos de salida».
Un pasajero, comentó: «Es que su niño viene de Barranca en moto para abordar la guagua; le resolvieron su pasaje a última hora». El tiempo fluía, pero la espera transcurría en calma, sin protestas entre los pasajeros. La tensión era palpable solo en la madre, quien regresó con rostro angustiado, insistiendo al teléfono: «¿Por dónde vienen? ¡Apúrense!».
Entre el rugido del motor y el bullicio de la carretera, alcanzamos a descifrar que venían por la subida de El Chapuzón. «¡En unos minuticos estarán aquí, muchacha, les va a dar tiempo, tranquila», me animé a decirle! Y en efecto, pronto apareció el «niño»: un joven espigado de unos 16 u 18 años, aturdido por la premura.
Finalmente, el ómnibus partió. Ya más serena, la madre nos compartió el motivo de aquella carrera contra el tiempo: visitar a su cuñada gravemente enferma. Solo contaba con una semana de permiso laboral, y cada minuto era vital.
Esta pequeña escena, aparentemente cotidiana, nos recuerda que la vida rara vez es una línea recta; sus caminos son sinuosos, imprevisibles. Aquel retraso, lejos de ser una mera inconveniencia, nos reveló la urgencia del amor familiar y la fragilidad humana.
La paciencia colectiva de los pasajeros, la determinación de la madre y la empatía ante el sufrimiento ajeno, nos mostró de qué estamos hechos y qué nos mueve: la compasión ante el problema ajeno, la solidaridad en la espera y el valor de saltarse las reglas cuando lo exige lo esencial.
En el contexto cubano actual, marcado por una profunda crisis económica, la escasez generalizada de productos básicos, la limitación de combustible y un transporte público colapsado, posturas como estas adquieren una dimensión conmovedora.
La lucha diaria por movilizarse, ya sea aguardando horas bajo el sol en una parada o apiñándose en un «camello» entre frases tan cubanas como ¡córranse ahí, caballero!, forja una extraña, pero poderosa solidaridad entre los pasajeros, una empatía que nace del compartir los mismos sacrificios: el agotamiento de la espera, la ansiedad por llegar al trabajo o el estrés de hacer colas.
En este microcosmos de esfuerzo colectivo, un gesto mínimo –ceder un asiento, ayudar a subir a un anciano, avisar sobre una parada, o incluso compartir un comentario de aliento o resignación humorística– se convierte en un acto de resiliencia humana frente a la adversidad común.
La comprensión mutua surge no solo de la cortesía, sino de la certeza de que cada persona en ese vehículo o en esa cola, está librando la misma batalla agotadora del día a día.
Como bien intuía Saint-Exupéry, ir siempre «derecho» nos limita. Son estos rodeos inesperados, –estas pausas forzadas en las que la humanidad se asoma– lo que nos permite viajar más lejos: hacia el corazón de lo que verdaderamente importa.
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