Las narices perversas del anexionismo otean el horizonte cubano, buscando el tufo maligno de los que sueñan con mudar la estrella solitaria hacia el rectángulo ajeno en el que tanto la ansían. Sobre las piernas flojas de quienes no resisten, esperan depositar el peso avasallador de los procónsules y traer de regreso las cañoneras (ahora mucho más modernas).
No se van a detener –nunca lo han hecho–; están renovando la zanahoria constantemente, y saben muy bien dónde y cuándo ofrecerla y quienes son más propensos a la mordida tentadora. A cambio, van a exigir una alta cuota de olvido, un «pasar la página» y una inclinación de cabezas en las que colocar el yugo, para que los martianos no podamos pararnos sobre él.
Es indigno que sea la misma mano que nos aprieta el cuello, la que pretenda dádivas o esparza migajas esperando el agradecimiento servil de los que sufren por su culpa. Hay muchas cosas que a la larga pueden comprarse; raramente se puede poner precio a la dignidad.
Es necesario ir a la historia de Cuba. Allí están las respuestas para estos tiempos en que se pretende confundir diálogo con chantaje, y los que hablan de independencia de ideas, no son capaces de apartarse un centímetro de los anexionistas de siempre. Regresemos a Maceo, que tenía tanta fuerza en la mente como en el brazo.
Mientras el Titán estaba en Santiago de Cuba, fue invitado a numerosos lugares, y hallándose en un banquete en su honor, uno de los invitados, de nombre José Hernández, expresó su creencia de que Cuba llegaría a estar fatalmente anexionada a los Estados Unidos, y Maceo le ripostó de inmediato con una frase concluyente:
«Creo, joven, aunque me parece imposible, que este sería el único caso en el que tal vez estaría yo al lado de los españoles».
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