Por alguna razón, reviso mis gavetas y doy con viejas agendas, en las que duermen deberes lejanamente cumplidos, y apuntes personales, de esos que, por selectivo instinto, fue preciso anotar allí, casi como ruego del espíritu.
Se supone que una agenda deje de ser funcional cuando se llene su última hoja en blanco. Si se acabó el espacio, ya nada en ella hay que hacer. Muchas veces hemos guardado en las agendas sagrados teléfonos, pero con la irrupción del celular, poco a poco, hemos dejado de hacerlo, y todo número telefónico de interés nuestro queda registrado en él.
Fueron, sin embargo, otros los razonamientos que me asistieron antes de decidir si echarlas al cesto o conservarlas. Noté que sigo, desde hace mucho, atesorando frases que, como si me pertenecieran, traspaso a la nueva cuando alguna agenda ya ha llegado a su fin. En más de una, encuentro aquella sentencia del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón: «La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre»; y de Eurípides, «En la bondad se encierran todos los géneros de la sabiduría». En dos de ellas, aquella verdad en que creyera Sartre: «Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera... Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace».
¿Quién puede decirnos, sino nosotros mismos, por qué y para qué soltamos lo que estamos haciendo y anotamos allí un pensamiento que nos ha sacudido? ¿Quién, sino la voz propia, nos dicta determinados apuntes, de esos que tememos se esfumen, más allá de las tareas y mandamientos que guardan las agendas?
A veces asentamos aquella frase que nos salvó, cuando, mientras nos sentíamos caer en el vacío, la cotidianidad te la estacó delante de los ojos, cual cómplice perfecta de nosotros mismos. Podemos, de pronto, hallarnos lo mismo aceptando el consejo de los clásicos, que, procurando, de una vez, entender los preceptos de la célebre, aunque no siempre asumida, «ley del desapego», esa práctica espiritual y filosófica, que tan fácilmente se nos olvida.
Tras las frases, estampadas casi siempre en las primeras hojas, duermen solicitudes, recelos, inconfesables contraseñas. Algún destello de la idea, que es preciso archivar porque se escapa; un esbozo del poema que no llegó a ser; direcciones y algún dato, de alguien que un día nos fue cercano, y hoy, o nos es imprescindible o se nos borró de un plumazo.
En las agendas está la evidencia del trabajo, que es el modo más fiel de traducir, en materia de utilidad, lo que somos; y están, encubiertas o a la luz de quien alcance a verlas, las certezas que nos conforman, descubriéndonos en esas palabras que un día guardamos y que nos identifican.
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