ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Que la Constitución de Estados Unidos comience con las palabras «Nosotros el pueblo» –nos recuerda a Chomsky– era un acto revolucionario tremendo, incluso teniendo muchas fallas el texto y su implementación.

La Revolución independentista de las Trece Colonias fue, en muchos sentidos, un acto radical que obtuvo, como era de esperar, la respuesta agresiva de los poderes hegemónicos, en ese entonces personificados por el rey Jorge iii de Inglaterra.

El miedo al ejemplo emancipatorio –no solo en términos de la relación colonia-metrópoli, sino además en términos sociopolíticos– no se redujo al Imperio Británico, sino que sus ecos llegaron a la corte del Imperio Austríaco, donde Klemens von Metternich, quien llegaría a ser figura central en el periodo, advirtió que «las pernicisosas doctrinas del  republicanismo» enarboladas por los revolucionarios de las Trece Colonias, podían extender sus «viciosos principios» más allá de aquella geografía.

Tales temores se extendieron también al Imperio Ruso, el cual en tal ejemplo, veía un peligro aun mayor que la ruptura del llamado Concierto de Europa, por el cual las grandes potencias continentales acordaban un balance del poder que asegurara la estabilidad interna que necesitaba, en definitiva, el verdadero escenario en que se decidía y ejecutaba su poder de clases.

Ciento veinte años después, era el presidente Woodrow Wilson, supuesto heredero de los revolucionarios norteamericanos, quien ahora expresaba los mismos sobresaltos respecto a la naciente Revolución bolchevique.

A su secretario de Estado, Robert Lansing, le preocupaba que los revolucionarios rusos estuvieran apelando a los «proletarios de todo los países, los ignorantes y mentalmente deficientes, quienes, por su cantidad, estaban urgidos a convertirse en dominantes (…), un verdadero peligro en vista del proceso de descontento  social en el resto del mundo».

El Presidente yanqui veía, con similar pánico al que vieron los zares Pablo y Alejandro en el republicanismo de sus antecesores independentistas, al republicanismo bolchevique.

Pero, entre ambas preocupaciones hay una diferencia esencial: los próceres de la independencia norteamericana temían el poder de la mayoría.

James Madison no se escondía mucho para declararlo, y durante los debates constituyentes instruía, que una de las funciones del Gobierno era «proteger a la minoría de los opulentos contra la mayoría». De los esclavos ni hablar, por más que la Constitución dijera que todos los seres humanos nacían iguales, los negros no eran a los ojos de los redactores, humanos. No es por tanto de extrañar, que Wilson, décadas después, viera espantado que las ideas bolcheviques amenazaban con alborotar a los negros que ya estaban pidiendo mejores salarios y, peor aún, obligarían a incluir a los obreros en la dirección de las empresas privadas. El mal era de origen, es decir, de clases.

En contraposición a ello, en la Revolución bolchevique, Lenin clamaba todo el poder a los soviets, una manera de decir a los obreros, los campesinos, los soldados: a la mayoría.

El pecado esencial de Lenin no es haberse asumido marxista, es decir, comunista. Su pecado es haber demostrado que la toma proletaria del poder era posible. Por eso su figura es, para el opresor, imperdonable, desde Wilson hasta hoy. Quienes siguen su ejemplo, merecen el mismo castigo colectivo que entonces se le impuso a la joven República Soviética. Quienes seguimos su ejemplo, por lejos o cerca que estemos de conseguirlo, venceremos.

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