Que las olas progresistas batan periódicamente sobre América Latina está bien, pero es precisamente su carácter de ola, con los vaivenes intrínsecos, lo que atestigua su insuficiencia.
Sin duda, nos es alivio, pero más allá del acomodo temporal, los retrocesos que le siguen se hacen más dolorosos. Lo que enferma a nuestra región se llama capitalismo y hace la enfermedad crónica, pretendiendo que no avance, puede ser paliativa frente a la imposibilidad inmediata de la cura, pero solo paliativa.
La Alianza para el Progreso, respuesta a la Revolución Cubana, fue lanzada el 13 de marzo de 1961, con el discurso del presidente de EE. UU., J. F. Kennedy, en una recepción de embajadores latinoamericanos: «Proponemos completar la revolución de las Américas, construir un hemisferio donde todos los hombres pueden tener esperanza en un adecuado nivel de vida y todos pueden vivir la totalidad de sus vidas en dignidad y libertad».
Fue oficialmente aprobada en agosto de ese año, en Punta del Este, en la reunión del Consejo Interamericano Económico y Social de la Organización de Estados Americanos.
Su acción culminó en el fracaso, en 1970, con la llegada Richard Nixon a la presidencia de EE. UU. un año antes, y con la extinción práctica del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso.
Con su fracaso y el paso a políticas «duras» con respecto a América Latina, se cerró una ventana mediante la cual las burguesías nacionalistas de nuestra región, con pretensiones reformadoras y de desarrollo social, pudieron aspirar a contar con el apoyo del hegemón norteño.
El espejismo de que era viable acomodar un imperialismo benévolo, cuyo yugo no podía ser sacudido, pero al menos matizado para que se alineara con un mínimo de aspiraciones sociales, fue derrumbándose con los sucesivos golpes de Estado en la región.
A finales de 1974, 13 gobiernos constitucionales de América Latina habían sido derrocados por golpes de Estado alentados –o directamente respaldados–, por Estados Unidos.
Si un hecho marcó la ruptura simbólica de la época y el fracaso de toda posibilidad conciliatoria con el imperialismo estadounidense fueron los vidrios rotos del palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. El golpe de Estado contra Salvador Allende dejó claro que EE. UU., en esas circunstancias de guerra fría, no permitiría posibilidad democrática para aspirar al socialismo en América Latina.
En todos esos países, como poder (o como oposición, en el caso chileno), los «autonomistas» burgueses, y los sectores de todas las capas clientelares a ellos, fracasaron en estructurar o alinearse a un programa que solucionara los graves problemas sistémicos de los países latinoamericanos. Autonomistas frente a la disyuntiva política y económica esencial de América Latina, que no es otra que la contradicción que se origina por su supeditación al imperialismo yanqui. Sectores dentro de la pequeña burguesía, profesionales, funcionarios públicos, militares, universitarios, dondequiera que abundaban los castrados sociales con demasiado miedo a la radicalización de la lucha liberadora para optar por ella.
Las «nuevas olas progresistas que llegaron con el nuevo siglo a América Latina tuvieron algunos signos distintivos respecto a sus precedentes. Ya no buscaban, necesariamente, la anuencia de EE. UU. para estructurarse, pero, aun así, en muchos de sus ejemplos no se rebasaba la lógica capitalista.
La ideología del «fin de la historia», correlato superestructural al neoliberalismo económico, se seguía imponiendo en la conciencia social. La derrota de esa nueva ola en todos los países latinoamericanos que la emprendieron, excepto Venezuela, si algo demostró es que lo que América Latina necesita no son «buenos presidentes», sino líderes que encabecen transformaciones disruptivas.
No se trata de creer que basta la buena voluntad para lograr las cosas, pero, sin duda, la voluntad es ingrediente necesario para acometerlas.
El no plantearse lograr los contextos que permitan transformar radicalmente sus sociedades, para empezar, creando un verdadero movimiento de base popular para transformar la sociedad hacia algo nuevo, conlleva que, o son derrotados por golpes de Estado abiertos o solapados, o cuando terminan los avances que representaron, estos logros terminan siendo sal en agua. Los ejemplos están a la vista.
Algunos de esos presidentes pueden considerarse muy sabios, pero a lo sumo, no se pasa de eso. Luego de que terminan sus mandatos, el retorno a lo anterior se hace sin muchos traumas, porque lo que trajeron no fue un cambio de fase irreversible, apenas fue explorar regiones del espacio de fase accesibles cuasi estáticamente.
Se puede argumentar que otro alcance no es posible, pero eso tiene que ser matizado: Sí es posible ir creando las condiciones para lograr el contexto revolucionario. No se lo proponen.
Venezuela, el país que fue el más corrupto de América del Sur, cuya población había sido sometida a un lavado de cerebro de siglos, ¿estaba mejor preparada para lo que traía Chávez?
Pero Chávez sí se lo planteó, y creó un movimiento y aglutinó líderes a su alrededor capaces de llevarlo adelante y transitar hacia lo disruptivo de manera continua. En consecuencia, no han podido derrotar a la Revolución Bolivariana, y esta sigue su paso, creando ese contexto que, eventualmente, termine siendo radicalmente transformativo.
Las revoluciones no son cosas de líderes sabios, lo son de líderes con coraje para conducirlas. Eso es lo hace gigantes a Fidel y a Chávez.
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