Hay una subversión del símbolo de la pared de Pink Floyd en la obra de Banksy. Tan solo por el hecho de que las paredes son su medio favorito de expresión, Banksy demuestra que, si bien los muros encarcelan, no pueden evitar, sin embargo, que sean por eso mismo portadores del mensaje que los subvierte.
Los muros se hacen también con la intención de esconder. En el Gueto de Varsovia pretendían ocultar, a los ojos de los que estaban afuera, los horrores de adentro. De esa manera, como coartada, buscaban justificar la ignorancia como escapatoria conveniente a la culpa. Los de afuera podían argüir que no sabían lo que pasaba adentro.
Otros muros cumplen la misma función, pero de manera complementaria: los que rodean los barrios exclusivos de los millonarios, en los que el resto solo puede entrar como mucama o jardinero, acaso como guardia y, para tal labor, los obligan a firmar acuerdos de confidencialidad: lo que ven adentro no pueden decirlo afuera.
En algunos países latinoamericanos le llaman villas alpha, lugares donde los autoproclamados líderes del mundo –ya sea la aldea inmediata o la global– tienen su cúpula de aislamiento de lo que, afuera, es consecuencia de su accionar.
A los burgueses no les gusta el mundo que han creado, el que necesitan; sin embargo, en su soledad enajenante, saben que es el único mundo que los contiene. Por esa razón de inevitabilidad, juegan entonces al engaño, continuamente, vendiéndose como parte de un todo que en realidad desprecian.
Desde la hegemonía de su posición de clase dominante, proyectan, con toda su abrumadora maquinaria cultural, como visión totalitaria de la humanidad, la propia. Saben hacerlo muy bien, a tal punto de que engañan una y otra vez al resto, convenciéndolo de que defiendan su status quo, con la ilusión de que la puerta a su realidad está abierta para que los escogidos puedan cruzarla. Nunca un engaño a funcionado tan bien.
Pero la idea de los muros hace evidente la mentira, su realidad carga una ideología binaria, reflejo subjetivo de la relación de clases que imponen, según la cual unos pocos viven sobre el expolio de los muchos. Una vez más, como el aprendiz de brujo que no puede controlar lo que desata, ya no pueden parar de construir muros.
La paradoja estriba en que la burguesía llegó, en su etapa revolucionaria, rompiendo muros; y ahora, en su declive, los crea en un entramado jerárquico. Ahora necesita un laberinto de muros para crear estratos sociales diferenciados, cada uno preocupado en defender el que los rodea, de los que están fuera, y sin tiempo para asaltar el muro que los excluye socialmente a ellos.
El ejercicio de albañil social es, por tanto, defensivo. Muros que separan al profesional del trabajador manual; a los nacidos en un lugar, de los migrantes; al de un color del otro de color distinto; a las personas por géneros; al de la ciudad del que vive en el campo; al de una nacionalidad de otra.
Y entonces llega Banksy, y les subvierte el símbolo físico, mostrando, sobre todos esos muros falsos, el muro invisible que importa, el único que se empeñan en negar, aquel que pone al burgués de un lado y a los demás del otro.
En todos sus mensajes, en cualquier geografía, hay una subversión que Banksy nos porta: ningún muro le es consustancial a la sociedad humana, todos son prescindibles. De lo que se trata entonces, más que de derribarlos, es de derrotar la capacidad burguesa de construirlos, donde quiera que lo intente.
Entonces caerá por su propio peso el padre de todos los muros, ese que llamamos capitalismo.
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