Hoy he vuelto a sentir el sabor amargo de la orfandad, de la tristeza sin fin, de esa sensación difícil de expresar con palabras, pero que se aproxima bastante al momento sublime y trágico en que la nave pierde a su capitán.
Hoy me sobrepongo al nudo que llevo en mi garganta para dedicarte aunque sea estas letras descoloridas, pero sinceras, porque como tantos amigos y colaboradores tuyos me han hecho notar desde temprano, sería un acto de deslealtad de mi parte guardar silencio.
Hoy, guerrero indomable, has perdido la batalla que vienes librando hace cuatro años, a fuerza de voluntad, de resistencia inenarrable, con el favor de esa legión de médicos amorosos y de tanta gente que te quiere bien, que lloraba al verte tan delgado, o con la voz que no se parecía a la tuya, cuando intentaban reconocer ese timbre que vibrará por siempre en nuestros oídos como un certero aldabonazo del alma.
Hoy quien se hinca a llorar sobre tus piernas soy yo, no porque me oponga al cristiano descanso que hace rato merecías, sino porque aunque queden la ternura y la cercanía, con tu ausencia ya nada podrá ser lo mismo y muchas cosas importantes pierden sentido.
Hoy se me ocurre que estos adoquines en silencio y esas sábanas blancas colgadas de los balcones de tu Habana constituyen la más hermosa metáfora del dolor que embarga a este pueblo. Incluso más contundentes que el repique de campanas que tanto te gustaba.
Hoy apenas mi consuelo es que nunca te fallé, y quiero pensar que tú, paloma artillada que tanto amaste la palabra «resurrección», has emprendido el vuelo hacia lo alto junto a ese canario amarillo que –como otra señal inexplicable–, amaneció muerto este 31 de julio en la jaula de tu casa, adelantándose unos minutos a su dueño.
Hoy no se me ocurrió otra cosa que ingresar en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales, donde comenzó tu sueño de fundar el Museo de la Ciudad y recuperar el legado de Emilio Roig. Me detuve en la escalera donde nos tropezamos hace casi 20 años, y me senté en el mismo escalón a esperar que descendieras presuroso, como de costumbre.
Hoy vi desfilar en procesión a todos esos jóvenes que, como yo, no podremos agradecer lo suficiente tu tutela filial y profesional, esa otra herencia intangible que está llamada a perpetuar tu obra inmortal.
Hoy he vuelto a mirar al cielo azul de Cuba desde el patio aquel, casi con furia, en el anhelo de encontrar un destello de luz amarilla, como tu canario cantor. Porque seguro estoy, Eusebio Leal, que continuarás derramando tu savia justa sobre mi cabeza leal.
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Elisa Vázquez de Gey dijo:
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kathy dijo:
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Lucía dijo:
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