Nunca

A veces la vida pesa, los problemas se te sientan sobre los hombros, como una carga que intenta hundirte. En esos momentos, algunos cuelgan las esperanzas, se sientan en una esquina de su propia vida y se tapan con las manos la cara.

No lo saben, pero justo en ese instante perdieron, porque no hay derrota más triste que aquella que llega tras dejar de pelear.

Por eso admiro tanto a las mujeres de mi familia. Admiro a mi madre y su entereza, esa capacidad de mantenerse en pie después de las pérdidas, después del más hondo de los dolores, después de tantas y tantas cosas.

Por eso estoy orgullosa de mi país, porque llevamos en la sangre la estirpe de hombres y mujeres que no vieron nunca una opción en la palabra rendirse. Hombres y mujeres que siguen batallando, aunque la cotidianidad se torne compleja.

Admiro a la gente que no se tira en la cama a ver cómo lo devoran los problemas. Admiro a la gente que se espanta los miedos todos los días al despertar.

Al final la vida es eso, imponerse, dibujar caminos, no dejar que corra el tiempo sin hacer, al menos una buena obra.

La vida tiene el sabor de los besos que das, el calor de los abrazos, el color de la gente que te quiere.

La vida se construye sobre las huellas que dejas en los demás cada vez que ayudas al otro.

La vida no está en amontonar cosas, premios, títulos. Hay un placer infinito en aderezar las nostalgias con insustituibles recuerdos.

La vida premia a esos seres que no se doblan ante el hastío, a esos que cada mañana se inyectan altas dosis de ímpetu y salen a la calle y le abren la puerta de su carro a quien espera en la parada, y le dan un medicamento a quien lo necesita y comparten una taza de café hasta con un desconocido.

Con esas personas se puede construir un país, una familia. Esos son los seres imprescindibles, necesarios, los que no se rinden nunca.