Casi a las ocho en punto de la noche, la música inolvidable de la calabacita inundaba el barrio. Era una campanada televisiva, sutil y tierna, que avisaba a los padres sobre la utilidad de acostar temprano a sus pequeños. Ahora no recuerdo muy bien cuándo fue que se extinguió la tradición, ni por qué desapareció la susodicha calabaza voladora con almohadita y todo.
Aún resuena en mis recuerdos el eco musical de aquella estrofa que sabiamente más o menos anunciaba: «Ya la noche se está poniendo vieja y allá en el parque duerme una flor, los juguetes están muy cansados, caen en su caja y dicen adiós…». Creo que fue un buen intento para alejar a los menores de la programación televisiva que se destina a los adultos más allá del Noticiero y una iniciativa que ayudaba a preservar el necesario sueño infantil, evitando vigilias que luego repercuten en el rendimiento escolar y traen malas consecuencias para la salud.
Pero lo peor de este asunto es que junto con «La Calabacita» se han ido a bolina muchos otros esmeros por hacer de la etapa infantil algo realmente mágico y lo menos agresivo posible para esos locos pequeños de que habló el trovador.
Hoy muchos han colgado los guantes cuando se trata de mandar a la cama a sus retoños en la hora debida. Por lo general las niñas y niños se adentran en la noche y se convierten en televidentes de escenas que no deben ver o en usuarios de artilugios electrónicos que los mantienen en vilo casi hasta la madrugada, expuestos a influencias de todo tipo, pocas veces sometidas a la revisión o los límites que los adultos pueden y deben fijar.
Por otra parte, abunda la tendencia a vestir a los infantes como gente mayor, exhibiéndolos como trofeos de la moda o sembrando en ellos ideales de belleza o de felicidad que poco o nada tienen que ver con esas edades, donde jugar y enriquecer la fantasía es más importante que lucir unas gafas de marca o unos tacones lejanos.
Conozco padres como Taraima, que se ha especializado en «amaestrar» (porque no cabe aquí la frase de educar o enseñar) a su hija pequeña, para que logre movimientos pélvicos a cientos de revoluciones por minuto, cuando suena el reguetón y lo peor de todo es que llama al vecindario para mostrar su «éxito».
No es que yo esté abogando por el retorno de la calabacita, pero pueden surgir otras iniciativas a tono con los tiempos que corren, porque lo que resulta indiscutible es que los niños, a pesar de todo, lo seguirán siendo.
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16 de noviembre de 2018
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carlosvaradero dijo:
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