Primero es solo una forma en el mapa del mundo. Una silueta similar a un cocodrilo, que alguien nos señala diciendo: «esta es la isla de Cuba, tu país». A la altura de cuatro o cinco años esa frase suena incomprensible. No poseemos aún la plataforma de conocimientos elementales para entender el significado oculto tras el pronombre posesivo «tu», ese que indica pertenencia. Deberán pasar varios años para que eso suceda, pero cuando al fin hemos logrado sedimentar en nuestro pensamiento la esencia de haber nacido «aquí», no hay nada capaz de despojarnos del orgullo que representa portar el gentilicio de cubanos.
Los atisbos de la adquisición de una verdadera identidad nacional comienzan pronto. El reconocimiento, entre muchas, de la bandera de la estrella solitaria, la aprehensión de las notas del himno nacional, o la capacidad de reconocer en un paisaje distante los penachos de la palma real, son quizá las más bellas expresiones infantiles de lo que inevitablemente se trastoca en un marcado sentido de pertenencia con el suelo patrio, en la asimilación consciente de quiénes somos.
No quiero pecar de obstinadas pretensiones, pero sería imperdonable no reconocer el infinito desvelo y los profundos sentimientos que despiertan en los cubanos las cuatro letras que dan nombre a nuestro país. Pareciera incluso que se trata de una especie de predestinación genética, una obstinada y firme convicción de defender lo que por ley y derecho nos pertenece.
Han sido muchas las formas encontradas por los hijos de esta tierra para honrarla. Ponderarla, reverenciarla cual diosa, amarla como a una madre, morir por ella, dedicarle los más hondos sacrificios, escribirle tiernos versos, componerle encendidas notas o plasmarla con pinceles en un lienzo, son válidas expresiones del sentimiento nacionalista que nos caracteriza.
Héroes de ébano y marfil cabalgaron en hordas libertadoras machete en mano, contra el dominio español; sus fieles herederos escalaron las fértiles montañas de la Sierra todo por un sueño, por un fin cuyas esencias nada cambiaron a pesar de los siglos de distancia: la plena libertad.
Los más excelsos pensadores de nuestra historia hicieron de la patria y sus sufrimientos una fuente inagotable para difundir saberes y engendrar revolucionarios pensamientos. Mentes pródigas que parieron un sustento teórico para nuestra identidad, que como avezados anticuarios conjugaron en sus textos valiosas piezas de las culturas que nos enriquecieron con sus legados, hasta formar ese «ajiaco» en el que nos definió Fernando Ortiz.
Sin importar cuánto tiempo haya pasado, sin importar que hoy nuestra enseña nacional ondee incólume desde su gloriosa altura, no hay un solo patriota que no se conmueva al leer las estrofas de Mi bandera, de Bonifacio Byrne. Quién no es capaz de sentirse plenamente orgulloso de lo logrado hasta hoy, cuando observa la obra Campesinos felices, de Carlos Enríquez, crónica infalible de la miseria que anidaba en nuestros campos. Cómo no sentir una caricia en el oído ante las notas de La bella cubana de José White. Es sencillamente imposible.
Los cubanos somos así de versátiles, de sinceros. Con la misma mano que hacemos resonar los tambores Batá que heredamos de nuestros ancestros, somos capaces de empuñar el machete o el fusil para defender nuestra tierra. Disfrutamos de la creación poética, pero con esa misma pluma, podemos plasmar las más encarnizadas denuncias a quienes pretenden mancillar nuestra soberanía. Bañamos de sudor nuestra ropa con la cadencia de un baile, pero lo hacemos luego, con el mismo espíritu, llenando de semillas el surco. Eso nos hace especiales.
Sin embargo, reconocer nuestras virtudes, vivir a plenitud aquellas cosas que nos identifican, no significa que seamos narcisistas y enajenados. El cubano es por esencia humilde, solidario, capaz de compartir lo que tiene y no lo que le sobra, de acompañar el sufrimiento ajeno, de comprometerse con causas nobles aunque directamente no le atañen.
Nuestras calles parecen pintorescos cuadros, llenos de coloridos y singulares personajes. Unos tienen de congo, otros de carabalí. Unos tienen de chino, otros de español. En fin, nuestra arquitectura étnica retaría al más vanguardista de los diseños. Así de diversa es también nuestra religiosidad, que ha bebido de las mismas fuentes de donde se nutrieron nuestra cultura e identidad nacional. Pero lo más hermoso, es que todas las manos, esas de las que habló Guillén, han sabido levantar una muralla de unidad, de respeto y colaboración.
Alma descarriada aquella que no sea capaz de apreciar en su justa medida la belleza y candidez de este archipiélago, su misticidad, sus encantos dibujados por el sol y bañados por las aguas del mar. Quien nace cubano lo seguirá siendo para siempre, aunque se aleje de su país, aunque abrace otra cultura. La cubanía no se aprende ni se estudia, no es una prenda de la que podemos prescindir, es algo que se lleva en la sangre, que nutre nuestro espíritu.
Este es un pueblo que se sabe dueño de su futuro, por propia elección, por sentimiento y no por mandato. Es por eso que en medio de las convulsiones estentóreas que sacuden al mundo, Cuba sigue siendo una tierra de paz, un espacio hospitalario para los hermanos de cualquier latitud, un ejemplo que brilla imperecedero.
Son esas razones suficientes para no darnos el lujo de abandonar nuestra idiosincrasia.
Porque el sentimiento de amor que nos despierta nos hace pensar que ninguna tierra huele como la nuestra, o que la verdadera calidez se siente solo entre nuestra gente.
Ser cubano no es solo el derecho que garantiza una inscripción de nacimiento. Ser cubano, al menos para mí, es un verdadero privilegio.
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Rubert Dominguez dijo:
21
26 de agosto de 2017
01:09:33
Joan Francois dijo:
22
26 de agosto de 2017
10:11:30
MSc. María Cardoso Cárdenas dijo:
23
30 de agosto de 2017
13:10:40
Daniel dijo:
24
1 de septiembre de 2017
13:34:25
OTILIO GONZALEZ dijo:
25
12 de septiembre de 2017
21:39:25
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