No hay error en la ironía. Lo grave es la deformación de la actitud, que rayando el descaro, invade como un cáncer los más públicos espacios.
Hoy no es preciso ser ubicuo, ni en extremo inoportuno, para coincidir repetidamente con la escena bochornosa de esos que orinan en cualquier lado; una tendencia cuyos peores olores están en la desvergüenza de quienes se repiten, omnipresentes, en un jardín, una parada, un parque, la conjunción de dos casas, la entrada de un pasillo, o donde haya algún arbusto con la simbólica altura que tape, si acaso, hasta la cintura.
Es como si no importaran siquiera las luces. No de la mente –que para estos actos han de tenerse fundidas las bombillas del civismo–, sino específicamente la del sol, esa claridad que alumbra cuanto acontece a los ojos de los otros en el patrimonio colectivo denominado vía pública.
A plena luz del día proliferan los «desinhibidos», usurpadores de lo público, que responden con urgencia al aviso de la vejiga.
¡Ya no hay recato!, se alarmaba una anciana que cruzaba conmigo en un parque, cuando pasábamos a tres metros de un árbol y su improvisado «jardinero». –Vamo’ abuela, lo que no tiene es que mirar– respondió el aludido.
El recato, de pronto, tenía que conservarlo la anciana. ¡Vaya ironía, y vaya parque en que se debe andar mirando con cuidado!
Envuelto en una sonrisa triunfal por su rápida respuesta, el tipo salió del césped y retomó –mire usted– la marcha tras un carrito de barrendero, estandarte de esos primeros soldados encargados de la limpieza de la ciudad.
Deseé con vehemencia que la señora lanzara, al paso del hombre, un papel a la acera. Quizá a él le ofendería tanto como antes a la abuela verlo orinar. Pero ella no lo haría, porque la base de su reclamo es el principio cívico de urbanidad, de la decencia, del comportamiento acorde con lo moral y social; algo que se aprende y practica en lo cotidiano, hasta hacerlo habitual.
De vuelta a la imagen del hombre y su carrito, pensé: ¿será la calle sin hojas ni papeles la expresión única de pulcritud comunal? ¿No somos todos servidores comunales de algún modo? ¿Y los niños, que aprenden y practican lo que ven?
He visto y comparado la actitud de los padres que a sus hijos de un añito o dos, ante la urgencia, le buscan aun en lo público el lugar más discreto; con la de aquellos de infantes espigaditos mandados a orinar donde quiera se antojen: «¡Ahí mismo, chico, si tú eres un niño!».
Más allá de las consabidas escenas consecuentes de carnavales, bailables, actividades masivas culminadas en termos de cerveza sin todas las previsiones necesarias; otras veo que levantan una alerta en cuanto a pensar mejor la habilitación de baños públicos en cada vez más lugares.
En virtud del envejecimiento de la población cubana y la creciente circulación en nuestras calles de adultos mayores, más de un abuelo he visto sonrojado y disculpándose, mientras alivia tras un árbol: «Perdón, no puedo aguantar».
Claro, está esa otra cultura que deberá ir en fomento, pues avergonzaría que a la entrada de cualquier institución nieguen a un anciano el servicio del baño; aun cuando pululen las puertas con carteles: Solo para empleados.
Pero el de los abuelos es otro asunto, muy lejano de la desfachatez y la indecencia de esos que lucen edades de indudable control sobre… el deseo.
Aun más grave que el andar en plena calle sin camisa o atormentar con ruidos insoportables, orinar dondequiera no puede pasar inadvertido a quienes hacen respetar la ley; pues el civismo, además de la conciencia personal, también debe imponerse desde sus resortes coercitivos.
Todavía con la molestia de la escenita del parque llegué a la terminal, en busca de un almendrón para un viaje. Nueve rostros miraron con alivio al pasajero que faltaba para completar el carro de diez plazas.
–Solo denme el momento de ir al baño– dije, previendo el trayecto largo.
–Ah, compadre, hazlo aquí mismo. Abro la puerta y te pones detrás, pero no mojes la goma, ja…– chistó el chofer en voz alta.
Mi mirada torcida le bastó para tragarse la gracia en un silencio, y mientras avanzaba al baño, alcancé a escuchar el comentario del botero acompañante: «Compadre, ¿no le vez la pinta? Es gente decente, no como tú».
Quizá fuera otra bromita, pero si me invitó, ¿quién asegura que mi chofer no acabó de hacerlo al pie de su propia rueda?
Por si acaso, me cuidé de pagarle con la punta de los dedos, sujetando el billete por la esquina más lejana de su mano.


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Mastrapa dijo:
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