Pudo ser en otra línea aérea, incluso en cualquier escenario y fecha. Lo triste, repugnante, estaría en aquella escena —acaecida ya varios años atrás pero con recurrencia viral en las redes sociales— en un vuelo trasatlántico de la British Airways, cuando una mujer descubre, como compañero de viaje en el asiento contiguo, a un hombre de piel negra.
Enseguida le pide a la azafata que la cambie de lugar, donde no tuviera que compartir con alguien “tan desagradable”, a lo que esta, minutos después, responde que, si bien el vuelo estaba repleto, había encontrado espacio en primera clase, y que al solicitar autorización el capitán le había confirmado que “no se podía obligar a nadie a viajar al lado de una persona tan desagradable”.
Y antes de que la señora lograra alzarse de su puesto, con el triunfalismo de un ego que creía premiado, la empleada se dirigió al hombre negro, invitándolo: “¿Señor, sería usted tan amable de acompañarme a su nuevo asiento?”. La moraleja —aplaudida por cuantos la presenciaron— cobró eco luego en las oficinas de la British Airways, donde puede leerse: “las personas pueden olvidar lo que les dijiste, (…) lo que les hiciste, pero nunca olvidarán cómo las hiciste sentir”.
La acción de líneas arriba, me transportó atrás en el tiempo… Fresca está aún la remembranza cuando en la escuela primaria del Camalote de mi infancia, al estudiar la biografía del mártir del colegio, me resultaba increíble que un joven cubano de la calidad humana de Conrado Benítez fuera “blanco” directo de asesinos sin escrúpulos, por la única (sin)razón de ser negro. Las manos que le quitaron la vida al alfabetizador cobraron en dólares, pero sintieron el rechazo unánime de todo un pueblo.
Contestaciones como esa, y la de la aeromoza y el capitán de la British… deberían tornarse réplica automática ante cualquier manifestación de racismo, un tema que no por archiconocido y combatido en nuestra sociedad, tiene registro efectivo de defunción. Ejemplos llueven… desde escenas deplorables como la de no querer compartir aire ni tiempo con otras personas por su color de piel, o verse de cara a un graffiti de mal gusto, empotrado —con tal vergüenza— a un muro desteñido, hasta otras más duras.
Tal vez porque crecí en una familia despojada de prejuicios raciales y, como diría Guillén, con abuelos blancos y abuelos negros e hija de un amor de los dos colores; tal vez porque nací en un país comprometido a borrar las máculas de odio y de discriminación entre su gente; o tal vez porque hice un poco mía la fe que pautó Martí en el mejoramiento humano… No sé bien cuán expansible sea la lista de los quizá, pero sí estoy segura de haber creído que el antagonismo racial en la Cuba de estos tiempos era tema superado, al menos esta cara más amarga del problema.
Sin embargo, la realidad me ha llevado a constatar que todavía existen quienes no han podido desconectar ciertos links con el pasado, cual paisajística poco sutil en el repertorio de un puñado de apologetas del llamado “humor negro”.
A propósito de esta clasificación, aprovecho para poner el dedo sobre esa tendencia, a mi juicio nociva, de ponerle la etiqueta del color a manifestaciones artísticas (cine, humorismo), fenómenos, situaciones, actividades y procesos de nuestra vida en sociedad. Una propensión para nada exclusiva de Cuba, pero que tampoco la exenta. Justo por todo lo que ha edificado la nación en materia de equidad, no podemos permitirnos miradas ingenuas al tema.
De hecho, ahí está el chiste sin chiste —con múltiples versiones de país en país, todas discriminatorias— de la hija que intenta persuadir a la madre de que su novio “negro, pero bueno” (como si no se pudiera ser las dos cosas al unísono) es un profesional con un sinfín de cualidades, personales y materiales. Y la madre, halagada de tantos adjetivos y más aún de los bienes, maquilla sus prejuicios y convence entonces a su hija de que el novio del que habla es “casi blanco”.
Humor aparte, los lindes actuales del racismo parecen viajar caprichosamente, ida y vuelta, entre el espacio físico (sígnico) y el simbólico. A lo mejor (o a lo peor) las causas se deben a los vestigios todavía indisolubles del esclavismo, cuando en la Cuba colonial los españoles gestaron una importación forzada de nuestros ancestros africanos a esta parte del planeta, que estribó en relaciones de subordinación y sometimiento.
El abuso con la semiótica del color —generalizado internacionalmente—, atribuyendo pulcritud al blanco y bazofia al negro, le están pasando la cuenta a las formas de comunicar y de relacionarnos.
Y cierto es que la mala espina, en algunos casos, fluye en sentido bidireccional. No solo de blancos hacia negros, sino también con la saeta inversa. Un breve flash-back a la escena del bien logrado filme cubano Los dioses rotos, permite una relectura del “bocadillo” de la actriz que le dice a Carlos Ever Fonseca (Alberto): “para ser blanquito no estás tan mal”, como si por su color debiera ser insípido o debilucho. Tras el hálito “inocente”, se amplifica el sesgo discriminatorio de la estigmatización. Y sus riesgos.
Otra retrospección, esta vez a la realidad, remite a cierta tendencia a circunscribir espacios o eventos para un color de piel en específico o adjetivar a unos y otros siguiendo el clásico y peligroso juego de los estereotipos.
Si bien estos son casos aislados, pasan por el mismo embudo de replicar patrones nocivos, que no pueden subestimar los oídos sociales.
La práctica de tantos años llenando informes institucionales que reservan caracteres para cuantificar el número de negros y blancos debe cuidarse de caer en la monotonía de las cifras. Es cierto que dominar esas estadísticas resulta válido para articular e intencionar políticas públicas que garanticen la oportunidad de acceso a ellas, por quienes en el pasado capitalista fueron excluidos casi por regla. El Censo, por ejemplo, como herramienta y radiografía de un país, no discrimina al indagar por el color de la piel.
Lo nocivo es cuando esos datos se convierten en un punto clave de informes y reuniones porque sí, cuando los números pasan a ser el centro y nos olvidamos de cambiar las causas, de crear verdaderas oportunidades; cuando las cifras se convierten en la meta y su consecución no nos deja ver más allá, hacia esa realidad que hay que transformar y que se esconde en esos resultados. Actuar por y para los números solo da brecha a que aparezcan los primeros síntomas de una especie de discriminación simbólica mediante un discurso inconscientemente racista.
Ello podría llevar a (mal)entender que, de cara a un proceso de selección cualquiera —en mi caso, por ejemplo— la condición de mujer, joven y mestiza, supone cualidades adicionales, cuando lo más importante a tener en cuenta deben ser las competencias profesionales y la capacidad de gestión de los cambios requeridos, o sus sinónimos más inmediatos: la agudeza de pensamiento y el compromiso con la sociedad en general.
Lo más pernicioso, a la luz de toda interpretación, es la connotación que pueden albergar expresiones racistas, incluso las más ingenuas e inconscientes. Tales detalles empañan lo que en más de medio siglo la Revolución ha cultivado: el estadío de la raza superior de los que no tienen razas porque —como patentizó nuestro Héroe Nacional— hombre (y mujer) “es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”.
La misma Revolución que reivindicó el derecho de sus hijos, sea cual fuese su color; reivindicó también lo humano por encima de lo miserable, y lo que nos une por encima de lo que nos separa. Buscó buenos ingredientes y rediseñó recetas para construir juntos un nuevo camino multicolor. Dejó claro que en su corazón, como en su vientre, había y hay espacio para todos, pues a fin de cuentas somos un mosaico, un “ajiaco”, en palabras de Fernando Ortiz.
Ante el racismo y sus rostros, solo puedo afirmar la impotencia, la repugnancia por las miserias humanas que corroen los pilares para una convivencia pacífica y civilizada, la añoranza por el sentido común y el respeto al otro, y —sobre todo— mucha vergüenza. Vergüenza ajena por quienes así piensan y vergüenza propia por tener que presenciar cómo el hombre del siglo XXI involuciona hasta regresar a sus ancestros primates.
El color de la epidermis, como esta en sí, es superficial. Hay que penetrar las distintas capas para llegar a las esencias, que es decir la sustancia. Un color no puede definir lo que somos y mucho menos convertirse en móvil para agredir a nadie. Fresca en la memoria, vedando el olvido, está la muerte de Emmanuel, un joven nigeriano al que una bestial golpiza en Fermo (Italia) le llevara primero al estado de coma irreversible y luego al camposanto. Él, que superó un pasado de violencia y aferró a esa locación italiana sus esperanzas de volver a comenzar, vio morir su sueño.
Más cerca en la geografía, la sombra del racismo amplía la dolorosa y distendida lista de asesinatos en la sociedad estadounidense. Entre las víctimas de los últimos años, retumban los nombres de Michael Brown, Trayvon Martin, Alton Sterling, Philando Castile, Paul O’Neal...
Las actuales tensiones raciales que fracturan al país norteño, explayan el contrapunteo entre los portavoces del llamado “establishment blanco” tratando de justificar la violencia, por una parte, mientras organizaciones como Black Lives Matter (Las vidas negras importan) reclaman —desde el otro lado— el fin de esas atrocidades detonadas en casos “de gatillo fácil” contra la llamada población “afrodescendiente”.
Suscribo a Mandela: “Detesto el racismo, porque lo veo como algo barbárico, ya venga de un hombre negro o un hombre blanco”. Tenía razón Bob Marley: “las guerras seguirán mientras el color de la piel siga siendo más importante que el color de los ojos”. Por ello espero con euforia, el titular de prensa de un epitafio: “Estúpido y solo, ha muerto el racismo”, más a tono con la inteligencia y sensibilidad humanas. Y así, al borrar fronteras y condenar definitivamente la animadversión racial en lugar de personas, poder mirarnos los unos a los otros sin aires de encumbramientos ni cual especímenes raros, sino como hijos e hijas de un mismo amor por la humanidad y enemigos del odio que la segrega y embrutece.


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Celia dijo:
21
18 de agosto de 2016
08:18:21
Ana Eva Guerra Santos dijo:
22
18 de agosto de 2016
08:51:04
Andrachi dijo:
23
18 de agosto de 2016
10:10:05
L.P.C dijo:
24
18 de agosto de 2016
10:29:47
Triple A dijo:
25
18 de agosto de 2016
10:57:32
Oscar dijo:
26
18 de agosto de 2016
12:24:03
william dijo:
27
24 de agosto de 2016
15:32:28
Jesús dijo:
28
25 de agosto de 2016
11:27:19
Jorge Enrique Morales dijo:
29
29 de agosto de 2016
09:48:02
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