—Déjame beber de tu trago, me dijo ella.
Nunca la había visto llevarse una copa a la boca, ni siquiera en los momentos ocasionales como ese, el de la fiesta para celebrar la graduación de mi carrera universitaria.
—Déjame fumar de tu cigarrillo, me dijo ella.
Tampoco era fumadora, se pasaba el día requiriéndome por el dañino hábito.
—¿A qué horas vienes?, me preguntó.
Siempre contestaba igual, “no sé”; “trataré de no tardarme”, era la frase a la cual recurría para zafarme. Yo casi nunca cumplía, pero ella no dejaba de abrirme la puerta y cuando tuve la llave de la casa, estaba haciéndose la dormida frente al televisor o en el mejor de los casos dando pasos en el baño, justificándose que solo se había levantado por una necesidad.
Esa que bebe contigo, no porque le guste, sino para que no lo hagas tú; la que pide una bocanada del asesino tabaco para que te lacere menos, la que no puede conciliar el sueño, es mi madre, la tuya, la de ella o él.
Ella es la que pasa la secundaria nuevamente hasta graduarse otra vez a ese nivel y luego de preuniversitario y hasta un título de ingeniera es capaz de recibir, para seguir apoyándote en tu maestría y en el doctorado, haciéndote el café en las largas noches de estudio. Es la misma que, caminando casi de lado y peinando su blanco pelo, se encarga de tus hijos o te sigue esperando, con todo hecho en el hogar, tras tus arduas jornadas de trabajo.
Es la que me encontré en las cotidianas jornadas de lectura, en un cuento cuyo autor —lamentablemente—, no estaba consignado en el texto. La historia no tiene como escenario una ciudad cubana, pero es válida como moraleja.
Un joven iba buscando trabajo, su formación educacional le permitió un curriculum vitae, que cual vitrina dejaba ver logros académicos excelentes. Era huérfano de padre, supo el empleador al someterlo a un cuestionario de rutina, y su madre se la pasaba lavando ropa, mientras el muchacho solo devoraba libros y se sumergía en sus cuadernos. Él nunca se había visto sus finas manos, suaves y perfectas y mucho menos se fijó en las de su mamá, las que con su arduo trabajo pagaba cada hora de clases, construyendo el edificio lujoso en que se había convertido su hoja de conocimientos.
—¿Has visto las manos de tu madre? le preguntó el empleador, y sin pestañear le sugirió, “lávale sus manos y luego regresa”.
El joven las lavó y lloró al hacerlo, era la primera vez que se daba cuenta de que aquellas manos estaban arrugadas y llenas de moratones, incluso tuvo que tener cuidado de no dañarlas. Conoció el precio de sus estudios y del seguro trabajo que le ofrecían… terminó lavando él las ropas que quedaban.
Este domingo es el día de las madres, pero la vida nos ha enseñado que de ella son todos los días. No importa si está presente para darnos el beso mañanero o el regaño o si nos pide que le dejemos beber de nuestro trago, ella nunca se va de los días que vivimos, porque estaría dispuesta, con sus propias manos, a defender nuestra existencia a cualquier precio.
A ella, que nos ha dado todo el tiempo, a veces no le dedicamos ni siquiera una partecita pequeña del nuestro. Nos absorbe la cotidianidad de nuestras tareas laborales sin detenernos en ese ser. Sin embargo ¿cómo habrán hecho las madres, esposas, abuelas, hermanas, suegras, tías, en fin mujer, para que sin dejar de cumplir con las suyas, lo mismo en la responsabilidad de dirigir un ministerio u oficina o sin abandonar el puesto en la defensa de la Patria, para siempre regalarnos esos minutos que nosotros les robamos?
Es muy sencillo, es un ser único, mágico, divino. Siempre está, no importa la circunstancia; perdona; acoge; celebra si estás feliz; se entristece si lo estás tú. Ser madre no es un oficio, pero es la única condición en la que no existen días libres ni vacaciones.
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manuelwm dijo:
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8 de mayo de 2015
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claudio dijo:
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faz dijo:
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Meylang dijo:
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ANA MARIA dijo:
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Alexis Schlachter dijo:
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Carmita Ibáñez dijo:
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Dilia Acosta Cruz dijo:
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Maikel Romero Vicente dijo:
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Jose M Rodriguez Corrales dijo:
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carlos Manuel dijo:
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belkis dijo:
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laines dijo:
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14 de mayo de 2015
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