“¿Qué le gustaba a Martí, mami?”, disparó sin rodeos Rosalía, de seis añitos, en medio del fragor sibilante de la olla en máxima presión y el “traqueteo” nada discreto de la lavadora rusa (más bien ruso-cubana, tras reducir a la mitad su diseño industrial).
“¿Cómo?”, rebotó la madre con tono de “no te oí bien”; pero que, por la mirada lanzada de la cocina a la puerta del patio, donde estaba el padre, se delató como la socorrida trampa de robarle al tiempo una fracción de segundo para armar una respuesta algo coherente.
Pero como los niños privan siempre a sus padres del derecho natural de no saber, no toleran la mínima demora y reprimen cualquier dato que no los convenza, ella repitió el tirón sobre la falda materna: “que ¿qué le gustaba a Martí?”.
Las normas de la buena educación y la comunicación en el hogar tal vez dicten que lo óptimo hubiera sido quitarse el delantal, soltar el martillo en el patio, e ir ambos a la sala a ofrecerle a la niña una respuesta que la satisfaga y estimule.
Pero para que tal contexto se diera, también tenía que funcionar perfectamente el reloj de la olla —so pena de resecar el potaje— y la propela de la AURIKA no debería hacer pedazos las camisas al menor descuido.
En tal urgencia, la madre no tuvo más opción que acudir a las frases prefabricadas con las cuales, por años de escuelas y cotidianidades, se quedan limitadas las dimensiones totales del genio y la persona del Héroe Nacional.
“A ver, mi amor —inició la madre al compás del mortero contra el ajo—: a Martí le gustaban los niños. Para ellos escribió los poemas y los cuentos del libro La Edad de Oro. Claro, también le gustaba mucho leer, y sobre todo deseaba que un día Cuba fuera un país libre, como es hoy. Por eso luchó y murió”.
Entonces el padre, con el oído atento a la distancia de dos metros, dedicó unos segundos a sopesar lo suficiente o no de la respuesta.
La niña sabe de José Martí lo que el diarismo de la escuela le ha enseñado: el hombre del busto al que pone una flor cada mañana, el autor de la poesía que ella baila en una danza española, el que inventó a Nené Traviesa y a Pilar.
La reacción de Rosalía advirtió que no había quedado convencida, que en breve pediría mejores argumentos. La madre también lo notó, miró al esposo, y con un acuerdo tácito, a pesar del potaje casi a punto y las camisas en peligro, ella colgó el delantal y él soltó el martillo.
Rumbo a la sala, también en pocos segundos, pensaron una respuesta con datos más profundos sobre el Martí escritor, lector, devoto de los niños y, sobre todo, patriota.
“A ver, Rosita, a Martí, nuestro Héroe Nacional, le gustaba…”, quiso empezar el papá echando mano a alguna maña de su oficio; pero la nena interrumpió de una forma aplastante. Una segunda pregunta, esa a la que quisieron adelantarse con mejores argumentos, les hizo trizas la explicación: “¿Y el espagueti, mami, no le gustaba a Martí?”.
Ahora los segundos sí llegaron al minuto, y al cabo de este los adultos aún estaban absortos, desarmados, aleccionados sobre pedagogía infantil.
Antes que el Martí héroe, el mito o la leyenda, Rosalía quería saber algo sobre un Martí terrenal, que la ayudara a imaginarlo a la altura de su papá, como un hombre normal, con defectos incluidos.
Obviamente, jamás pudieron decirle si de verdad le gustaba el espagueti, aunque hubieran intentado releer —a la caza de una pista— algunos tomos de sus Obras Completas, o rebuscar en la excelente biografía escrita por Mañach.
Prefirieron incorporarle otras poesías y cuentos de La Edad de Oro en la lectura nocturna, para que fuera descubriéndolo en sus textos. El papá procuró, también para ella, la película Martí, el ojo del canario, en que Fernando Pérez, recreando la infancia del Maestro, rasgó de un modo elevado e inédito los velos que casi siempre separan, con la leyenda, lo humano.
Al otro día supieron la causa de su pregunta, un motivo cómico, casual, muy alejado del altar en que se tiene al Héroe Nacional; aunque imposible de explicar en estas líneas porque solo cabe en la lógica de la inocencia infantil.
Pero a sus padres les dejó la magnífica lección de aprender a valorar al hombre antes que al mito. Él recordó, por ejemplo, cuánto había crecido su admiración por otros héroes como Maceo o Braulio Curuneaux, al leer o escuchar sin artificios sus historias de vida.
De ese modo, no hay duda, descubrimos mejor las esencias humanas y se nos hacen todavía más legendarios los grandes personajes.
Por eso, Rosalía, la niña de seis años, dibujó una sonrisa en el rostro de su Martí.
Lejos o cerca de cualquier aniversario, redondo o puntiagudo de natalicio o muerte, otra vez los padres entendieron que el legado del Maestro desborda cualquier conmemoración, sobrepasa las fechas.
Por eso, sin distinguir el día —pues la inocencia infantil no tiene calendarios—, celebraron el pasaje como un sencillo tributo familiar al Héroe Nacional, al Apóstol de todos los cubanos; un homenaje singular, doméstico, que terminó con un potaje hecho guisado, aunque por suerte, sin ninguna camisa despedazada.
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Luis Serrano Terry dijo:
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23 de enero de 2015
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Lazara dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Nébuc dijo:
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adolfo dijo:
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