
Al fin lo encontró. Llevaba meses buscándolo. Está de moda y quien lo revende a 10 CUC también lo sabe. Un papel superpuesto con el nombre del pez cubre todo el galón en el estante. ¿Será?, piensa en voz alta y el señor de al lado le aconseja que con eso de los colores no se fíe. Ante la duda espoleada pregunta. Mala idea. Con la vehemencia de quien defiende una tesis científica y la vulgaridad de quien odia lo que hace o recibe por ello una mala paga, la mujer frente al mostrador le gruñe y espeta lo que parece su más valioso argumento “científico”: Si dice salmón es salmón.
En un acto espontáneo de insensatez insiste en que le alcancen el galón de pintura, solo quiere revisar la etiqueta y confirmar que efectivamente, es salmón. Todo lo que consigue es exasperar más a “la de enfrente” y a sus compañeras de mostrador que entran en un estado de histeria colectiva y al unísono protestan, se quejan, gesticulan, enteran a media tienda de que alguien ha cometido el error de querer revisar el producto antes de llevárselo a casa. El espectáculo es una advertencia pública para cualquier otro, que dentro o fuera de aquel lugar, ose ejercer su más elemental derecho. Allí mandan ellas y no hay nadie, ni nada que las detenga en esa sórdida actitud de negación y de incumplimiento con lo que es su deber laboral.
Ante el aturdimiento que genera una escena inesperada de agresividad e inconciencia social en la que sorpresivamente ella se vio involucrada, no hubo espacio para la discusión, pero sí para el razonamiento sobre el silencio reprochable de las personas que la rodeaban. Al parecer todos en aquella tienda estaban de acuerdo con las dependientas que se retorcían en protestas detrás del mostrador, o lo que es peor, no sintieron la necesidad de intervenir y ponerlas de cara al rol que desempeñan en la sociedad, donde ofrecen un servicio público en un centro que por demás no es privado.
No hubo un comentario sobre el abuso del poder de quien se siente libre para decidir al antojo de su humor si le vende o no a un cliente, si lo maltrata o no, si le grita o no. No hubo réplica que denotara la responsabilidad social que tiene todo ciudadano en su país para exigir por la calidad de cualquier servicio, por el respeto, el buen trato, los modales, la educación. Nadie sentenció ni con la mirada a “las del mostrador” por su mal trabajo, su incompetencia, su falta de profesionalidad para comunicarse con los clientes y vender, que en definitiva debe ser su principal objetivo.
Por el contrario, la indiferencia y la apatía se hicieron visibles, e incluso presa de ese sentido del morbo humano, alguno de los presentes en pose de buen espectador pareció disfrutar la función como si se tratara de un simple suceso cotidiano y no de cosas más serias como el boicot a ventas, ingresos y economía.
No hay intrascendencia, ni inocencia en actos semejantes por frecuentes que se vuelvan. Tampoco pueden quedar al juicio y la condena personal o a la autoconciencia de cada cual. Tiene que existir y mediar un instrumento de regulación y fiscalización, funcional y operativo, más allá de la libreta de quejas y sugerencias presente en cada establecimiento público, que proteja tanto al cliente como al dependiente si la agresión ocurre al revés.
Quienes trabajan de cara al público no pueden prescindir de una de sus principales herramientas de trabajo: la diplomacia y la educación. Tampoco pueden actuar cuando no están siendo visitados o supervisados por su jefe, como si la tienda fuera suya y no pudieran ser despedidos ante señales de ineptitud profesional y mal carácter.
Esa seguridad de que no pasa nada cualquiera sea la evaluación de su trabajo, porque el salario sigue siendo básicamente el mismo, venda uno o cientos de galones de pintura, provoca falta de incentivo y despreocupación en el oficio de servidores públicos.
Y todo ello pasa por el filtro de la economía, porque es también cuestión de números aun cuando asuntos de esta naturaleza se siguen perdiendo en el saco invisible de lo subjetivo, de lo que no se puede medir o verificar. Sin embargo, los daños más allá de la deformación profesional de empleados públicos y la impotencia de quienes se someten involuntariamente a esa manera errada de recibir un servicio como si fuera un favor, son calculables con una aritmética sencilla en la que se restan valores a la economía cada vez que un cliente se retira insatisfecho por desatención y maltrato. ¿Quién paga la cuenta de lo que se pierde por concepto de mal trabajo? Es una pregunta sin respuesta, pero no puede ser la brecha eterna para la fuga de capitales en nombre de la tolerancia y la indulgencia.
Malos ejemplos, personas sin interés y responsabilidad por la función que desempeñan, sin pasión por lo que hacen, siempre van a existir, son las historias una y mil veces repetidas, pero lo que no debe ocurrir es que pasen desapercibidas o como normales y sin levantar censura ni aversión por parte de quienes viven pasajes similares en su propia persona o en la de sus coterráneos.
Estos episodios vuelven una y otra vez a nuestras vidas, a menudo llenan espacio en reuniones, conversaciones informales en la calle, en el barrio, en la parada del ómnibus, con la familia, los amigos, el vecino, pero rara vez pasan del comentario exacerbado a la reflexión de todas las consecuencias de un simple acto de mala fe.
Todo esto lo pensó ella en los pocos minutos que permaneció en la tienda, atrapada entre el escarceo de las dependientes y el silencio de los clientes inmutables, y después, en el frustrante retorno a su casa despintada.


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Manuel Mercado dijo:
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8 de enero de 2015
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