“Para vivir hay que tener grandes olvidos”, solía decir una vieja amiga. Su adagio siempre venía a rematar cualquier anécdota que en la conversión cotidiana tocara resentimientos, rencores o momentos no precisamente felices.
Y no le faltaba razón: hacer borrón y cuenta nueva a antiguas y ya resueltas asperezas; echar a un lado alguna discusión pasada o reciente, que no conduce más que a distanciar a las personas; doblar la página para dejar atrás algo que nos frustró, o que nos marcó profundamente en nuestros sentimientos resulta saludable, sobre todo si el fiasco fue a su vez fuente de crecimiento personal. El olvido inteligente que echa por tierra odios inútiles es un mecanismo necesario para purificar nuestro pensamiento y liberarlo de trabas que impiden el flujo viable de las relaciones interpersonales. Vivir haciendo honores a fracasos y desencuentros es como andar por el mundo atados a un grillete inllevable.
Sin embargo, nadie podría cuestionar el valor de la memoria. Conservarla intacta cuando se trata de atesorar las vivencias gratas, los recuerdos placenteros y las buenas acciones que de los demás hemos recibido, es una especie de bálsamo que alimenta al espíritu y que le sirve como una malla regeneradora para reponerse de las decepciones, y de esos golpes que al decir del poeta son “como del odio de Dios”, y a veces llegan a “serrucharnos” el suelo.
No se trata de acatar como una fórmula de éxitos el olvido rotundo de las adversidades y creer que la vida es el carnaval que no es, sino de hacer un uso provechoso de esas facultades inherentes a los seres humanos, en aras de que nuestros días sean más plenos.
El olvido es saludable si sirve para que al hacerlo realidad podamos mirar hacia delante y avanzar en ese rumbo sin que usemos los chascos como pretextos para anquilosarnos en un punto y permanecer agónicamente atascados en él. Pero es contraproducente si esa amnesia obvia nuestros compromisos con los demás y con nosotros mismos, si borra nuestro pasado como si nos avergonzáramos de él, o como si fuéramos indignos de equivocaciones o malas rachas.
Emparentado con el olvido está el desagradecimiento, que se precia de una falta de correspondencia con el beneficio recibido. La ingratitud, que deja heridas tan hondas a quien ha sido objeto de ella, es una de las caricaturas del olvido y en sus peores rostros no solo hay actitudes amnésicas, sino que muchas veces atacan deslealmente a quienes les sirvieron bien.
Sobre la memoria mucho puede decirse. Ella es nuestro más completo álbum vivencial. Allí almacenamos lo que somos, lo que exteriorizamos y lo que solo escucha nuestra almohada. De nuestra valentía o debilidad para asumirla depende en gran medida nuestro bienestar. Del consentimiento que ella nos dé, o del que seamos capaces de ganarle, dependerá con creces nuestra felicidad.
Para conseguirlo es preciso sostener la mirada ante el dolor que nos aquejó, la pérdida que nos disminuyó, la flecha que nos hirió y, parados sobre esas cicatrices de las que se encarga el tiempo, encontrar la llamita cuyo calor nos indica que no todo está perdido.
De esos parajes intensos, sin olvidar las torpezas que pudimos evitar y tomando sus saldos como divisa —aunque también de incontables alegrías—, se construyen los vaivenes de la vida. Entre el juicio y el error, memorias y olvidos estarán gozosos de que tomes partido y entre ellos elijas. Saber en qué momento y hasta dónde le echamos mano a unas u otros, significa un desafío que debemos manejar en nuestro favor.
Y no hay que temerle ni al olvido, que nos dice adiós, ni a la memoria, que nos dictamina y hasta puede señalarnos con su dedo acusador. Es preciso hacerla nuestra cómplice o combatirla si nos inculpa demasiado, para empezar de nuevo sin titubeos y sin dejar de mirarla de frente.


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Rolando dijo:
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22 de septiembre de 2014
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Orlando dijo:
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22 de septiembre de 2014
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Mariela Bonachea dijo:
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Madeleine dijo:
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15:56:27
Mariela Bonachea dijo:
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Antonio dijo:
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Manuel dijo:
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jorge sautié dijo:
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26 de septiembre de 2014
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