Pequeñas personas mayores

Uno de los primeros conceptos que desde pequeños estamos obligados a entender es el que define a las personas mayores, esos seres que nos rodean desde que nos abrimos al mundo y a quienes se les debe obediencia, respeto y agradecimiento.

La definición se ajusta a la edad, que rondando la adultez casi presupone, o nos hace aceptar, desde la cortedad de los años, que esas personas etiquetadas con ese título constituyen el espejo de todas las virtudes, por lo que merecen recibir la debida consideración.

Nadie se atrevería a negar esos justos miramientos. Hacerlo sería negarnos nosotros mismos cuando ya adultos exigimos a nuestra descendencia que se nos tenga en cuenta tanto en sus primeros pasos, como en la difícil carrera en la que se va convirtiendo poco a poco la vida.

“Hay que respetar a las personas mayores”; “¿no ves que es una persona mayor?”; “te dejo ir si va una persona mayor”, son frases que se van pespunteando temprano en nuestra conciencia con una mezcla de confianza, protección y acatamiento. Y tanto quienes las inculcamos como quienes fuimos educados con ellas erigimos en torno al asunto una verdad que no admite discusión.

Sin embargo, ¿ser una persona mayor significa necesariamente ser digno de imitarse?, ¿es la adultez, por el mero hecho de serlo, razón indispensable para acatar como ejemplarizante toda  actitud venida de un adulto? No pretenden estos cuestionamientos imprecar contra la bella ternura que despiertan en los que tienen buen corazón las canas de los abuelos, ni estimular a la irreverencia de jóvenes y niños contra padres o maestros, que por antonomasia son personas mayores. Tampoco buscan disolver con visibles muestras de mala o ninguna educación la deferencia que la mayoría de edad presupone, por ser acumulativa en experiencias y sabiduría.

Las preguntas convidan a re-consideraciones. Que un deterioro en la educación formal parece tomar fuerza y deshacer esfuerzos de las más viejas generaciones de cubanos no es noticia. Pero no son siempre los que cuentan con pocos años los portadores de pésimos comportamientos que mucho hablan de lo que han tenido como patrón.

Es adulta aquella treintañera que sin sospechar todo el daño que le hace a su hija, uniformada de enseñanza primaria y en su presencia, le comentaba a su amiga, mientras caminaba por la calle con un short cortísimo y en chancletas, que mañana se aparecería en la escuela para poner a la maestra de vuelta y media —claro, no escribo exactamente la expresión por respeto al lector— porque la niña había sacado baja nota en Español.

Entradito en años está el vecino que vendiendo una caja de mangos, en estos mismos meses vacacionales, en el portal de la bodega y sin camisa, deja tiradas cada día las cáscaras de los que se come y echa por tierra la limpieza que realiza muy temprano en la mañana otra persona mayor que le entrega con su trabajo a los transeúntes una calle limpia.

Muchos serían los ejemplos de estos comportamientos protagonizados por adultos que por el solo hecho de serlo deberían pensar antes de actuar, sabiendo que, como personas mayores, son pautas que siguen los que se estrenan en la vida.

Seres menores son, a pesar de la fecha que marca su carné de identidad, los que no han aprendido, independientemente de la educación que hayan recibido, que su modo de actuar siembra en los más jóvenes, para bien o para mal, la semilla de una futura conducta.

¡Cuántos adultos habrán decepcionado al autor de El Principito, que en una de las más encendidas dedicatorias de todos los tiempos, pidió perdón a los pequeños por ofrendar su novela a una “persona grande” y honró la memoria de su amigo León Werth cuando era niño!