Su propio nombre es para los seres humanos la palabra más dulce que les está dado escuchar. La identificación consigo mismo y la natural defensa de su identidad suman motivos al celo personal que esa voz nos provoca y nos hace estar alertas, al menor indicio de que seremos invocados por alguien.
Entre los primeros sonidos que aprendemos están los que conforman nuestro nombre. Sin él no nos es posible vivir en sociedad. Conocer a alguien e instintivamente querer saber o preguntar su nombre es la misma cosa, como si desconocer el apelativo de nuestro interlocutor atentara contra el intercambio comunicativo que inevitablemente se establece.
El primer destello del amor nos hace soñar con el nombre amado y si se trata de su llegada en la niñez o la adolescencia lo plasmamos en las libretas escolares, subrayándolo al filo de una hoja donde estamos tomando notas de clase, y lo escribimos junto al nuestro para que la vista se sosiegue con esa conjunción de la escritura. Lo escribimos al derecho y al revés, lo mismo en la arena que en nuestra imaginación.
A veces no son suficientes nueve meses de espera para decidir —por tratarse de algo muy importante para los padres— cuál es el nombre que les pondremos a nuestros hijos. Y hasta honramos a los más allegados, designando a nuestros pequeños como ellos, como si con este gesto les prodigáramos las mismas virtudes y destinos de los otros.
La batalla por la selección final del nombre habla de nuestros gustos y cultura. Algunos despliegan toda su imaginación lingüística y crean para su criatura un sustantivo totalmente inventado, pero que prefieren por sentirlo grato a sus oídos y digno de nominar por su belleza sonora a su futuro bebé.
Conocer cuál es el significado del nuestro llega a despertar más que una curiosidad, una obsesión. Si un libro o cualquier otra bibliografía nos ofrecen alguna referencia al respecto no solo queremos saber el origen y sentido de nuestro nombre, sino también el de aquellos a quienes queremos. Ni hablar cuando nos lo cambian o confunden. El trueque no nos hace gracia alguna y pronto, como una ráfaga, la rectificación no se hace esperar.
El nombre —su presencia o ausencia, su entonación o disminución para conseguir chiqueos o suavizar el tono— juega un papel esencial en la comunicación. Una especie de mágico embrujo resulta escucharlo del ser amado, aunque tratándose de nuestros hijos mucho nos incomoda, por esperar oír de ellos un “mami” o un “papi”?como máxima recompensa.
Cuando otros necesitan hablarnos, el nombre en sus labios actúa como una especie de llave que abre las puertas al fluido de ideas que termina siendo el diálogo. No recibimos con agrado lo que tiene que decirnos quien sabiendo nuestro nombre no nos invoca, a veces para hacer grave el dejo o mostrarse circunspecto, según sea su propósito.
Sin embargo, cuán apacible resulta que en breves intervalos tu nombre acompañe el discurso ajeno, cuánta nobleza en quienes lo pronuncian con cariño. Los acentos con que lo emitimos o emiten el nuestro son portadores de estados de ánimo o emociones. De ahí que resulte tan significativo su empleo.
Por eso es importante tomarlo muy en cuenta para que fluya el intercambio conversacional. Presentarte, si no conoces a la persona con la que has empezado a conversar, hará que en breve haga lo mismo; repetir ese nombre mientras avanza el diálogo y acentuar el nombre de quien habla contigo será un poderoso recurso para que te preste más atención.
Puede suceder que olvides el nombre de aquel con quien empiezas a relacionarte o no recuerdes el de alguien que no ves hace tiempo. Es preferible preguntarlo de nuevo con alguna excusa que hablar durante extensos intervalos sin mencionarlo. A la larga el otro sabrá que no lo recuerdas y podría interpretarlo como falta de interés tuyo por su persona.
Muchos serían los consejos y más las impresiones que en torno al nombre podrían enunciarse. Por lo pronto pensemos que además de su valor designativo él recoge la esencia de nuestro ser. Veamos para qué puede servirnos en nuestros propósitos comunicativos ese vocativo imprescindible que usamos no siempre sacándole todo el provecho de nuestras intenciones.
La palabra puede acariciar o morder. El nombre propio es, además de todo lo que hemos visto, una palabra, y entre todas, ya lo sabemos, la más dulce que tratándose del suyo el ser humano puede percibir.
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Madeleine dijo:
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11 de agosto de 2014
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Raúl Jorge Miranda dijo:
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Carlos de New York City dijo:
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Lázara dijo:
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El brujo dijo:
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Miguel dijo:
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30 de agosto de 2014
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