No sé cuándo empezó a usarse en nuestro país la palabra mural para designar ese artefacto que colgado de la pared o extendido en un soporte generalmente de madera sostiene en el mejor de los casos alguna información sobre el centro donde se exhibe.
El término viene de muro; de ahí toma también su nombre el muralismo, movimiento artístico que se inició en México en los albores del siglo XX. Pero no es a estos últimos significados a los que me voy a referir, sino al primero en que pensamos cuando lo escuchamos por estar de cuerpo presente en nuestros centros de trabajo y en casi todas las instituciones a las que por alguna razón debemos visitar.
Todos alguna vez hemos tenido que ver con alguno. La escuela, llena de ellos, marca el comienzo del contacto con los murales en tanto convida al niño a su confección. Felices por cumplir con la responsabilidad, los pequeños buscan láminas, recortan figuras, pegan adornos, piden a sus maestros ideas que después escriben con su propia letra… y así le otorgan a la factura un significado personalizado de su destacamento o grupo escolar y disfrutan al verse representados ellos mismos en ese entorno de papel. Pero no es esta la realidad que “viven” los murales en la mayoría de nuestras instituciones.
Sin tener en cuenta los responsables —que somos todos— que el vacío, el silencio y el espacio en blanco pueden fungir como elocuentísimos mensajes de enajenación, desinterés e indiferencia, muchos de ellos muestran su desencajada faz a las puertas de centros institucionales de toda índole, ofreciéndole una pésima imagen al lugar, como si los trabajadores que allí laboran no necesitaran ser informados de ningún asunto.
Son, en muchas ocasiones, el rostro del establecimiento, si se tiene en cuenta que con frecuencia llegamos a un lugar y nadie está allí para recibirnos. El visible abandono que denuncian efemérides desactualizadas, consignas manidas y fuera de lugar, y viejos recortes de periódicos pegados en su superficie es una muestra de cuánto se desestima la función que el mural debe y necesita realizar.
Para estimular a los más capaces, a los que más se entregan al trabajo, y para plasmar en ellos cuanta iniciativa a favor de resortes emocionales —que podrían ser muchas— y que hagan más felices a los miembros del equipo, los murales deben existir, si es que van a estar anclados en algún sitio de nuestro espacio laboral .
De estar mostrando la indolencia de aquellos que lo ven como un trasto viejo, que solo ocupa, por su poca utilidad, un bochornoso lugar, es mejor eliminarlos o darles otro uso. De ofrecer un papel enmohecido, una foto de una personalidad histórica sin ton ni son, o una información llena de errores ortográficos, hecha con el mayor descuido por quedar aparentemente bien con la tarea de atenderlo, mejor es que no permanezcan.
Esta sería la más fácil de las opciones para acabar con los murales inútiles; pero no la más inteligente de las decisiones. Si los directivos —que abundan en cada centro laboral— pensaran en cuántas de esas reuniones interminables se pueden ahorrar haciendo buen uso de ellos, ¡cuánto tiempo se ganaría!
Si valoráramos cuánto nos irrespetamos como trabajadores cuando compartimos nuestros sitios profesionales con esos canales destinados a la mudez, a fuerza de subvalorar su utilidad, lo pensaríamos dos veces antes de permitirlo.
Como mismo nuestros atuendos nos identifican y establecen una coherencia con nuestros gustos y preferencias, los murales hablan por sí solos de la entidad. Echémosle un vistazo al más cercano que tenemos y ojalá su estampa no nos recuerde aquellos versos de Bécquer cuando se refirió al arpa “silenciosa y cubierta de polvo” que olvidó su dueño en el ángulo oscuro de algún salón.


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yk dijo:
21
23 de mayo de 2014
14:48:18
guelianni dijo:
22
29 de mayo de 2014
10:38:39
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