ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Corre mediados de diciembre de 2025 y estamos en una sala del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. La editorial Quimantú ha convocado al encuentro, para hablar en torno a uno de sus últimos libros, uno particularmente neurálgico.

Su autora, Valesca Madriaga Flores, está entre los ponentes y lleva entre las manos la estructura cuadrada que enuncia en letras grandes y arriba: Crónicas del Proyecto Hogares. La historia de Valentina (ella) y su hermana Tamara.

No hay muchas personas, apenas 20. Se respiran aires raros desde la reciente elección presidencial. Hay muchas dudas sobre lo que viene.

Entonces se comienza a hablar y emergen imágenes de Alamar, por allá por la zona este de La Habana, donde se vivió en la década del 80 algo llamado más o menos como el libro: Proyecto Hogares.

Tras algunos años de dictadura pinochetista en Chile, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) reajustaba su política de enfrentamiento al régimen militar con acciones cada vez más contundentes, y llamaba a sus militantes en el exilio a regresar a su tierra para luchar desde la clandestinidad.

Pero ocurre que muchos de esos militantes, hombres y mujeres, carne, hueso y ánima, tenían hijos, algunos muy pequeños, y se ensalzó la contradicción, compleja y dolorosa, entre patria y familia.

Cuando hoy se habla de patria y familia en Latinoamérica, suena en gran medida a conservadurismo, porque la ultraderecha, en su auge, se ha apropiado de estos términos y los presenta en sus acepciones más rígidas e individualistas. Con Dios ocurre lo mismo.

Pero en Latinoamérica se sabe que patria, familia y hasta Dios no son ¿ni han sido? solo herramientas discursivas para reprimir futuros, sino también espacios de disputa, sensibilidad, fuerza y memoria para ejercer la liberación de los cuerpos humanos y de cada uno de esos términos con sus potenciales significantes.

La decisión resultó, cuanto menos, difícil. Chilenas y chilenos dejaron a sus hijos con familias sociales de chilenos y chilenas también, en la Habana, donde los niños y niñas pasaron años como cualquier cubano de su edad, asistiendo a las mismas escuelas, trasladándose en las mismas guaguas, en casas que habían nacido igualmente del espíritu de la microbrigada, asumiendo de a poco el acento, las canciones, las palabrotas y hasta los catarros.

Suena poético y, sin dudas, lo fue. También resultó traumático, como cualquier separación prolongada entre padres e hijos. Y hay que decir que el trauma no comienza en la separación. Se nació en la pobreza, un golpe de Estado quiso quebrar la luz...

Estas historias casi siempre tienen dos protagonistas: los padres y las madres que dejan sus hijos y van a luchar por su país; y los niños y las niñas que quedan con personas relativamente extrañas.

Pero al final de la charla, desde la oscuridad de la sala, sale el rostro de una chilena envejecida: «Yo fui de las que cuidó a esos niños en Cuba. No tenía ni 20 años. No sabía ni cuidarme a mí. Tenía que trabajar también, como cualquiera. Por favor, que no se olviden que nosotros también fuimos parte de la guerra».

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