Unos lustros atrás, el filósofo español-marroquí Juan Domingo Sánchez Estop, más conocido en el mundo editorial como John Brown, publicaba un ensayo bajo el título de La dominación liberal, en el que ahondaba en las múltiples maneras mediante las que el liberalismo se constituye como dispositivo de poder.
Entre las reflexiones más interesantes y polémicas estaba la concerniente al discurso de los derechos humanos. Sánchez Estop recordaba, entonces, la ola de violencia desatada por Estados Unidos y Europa contra el mundo árabe, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Las atrocidades, cometidas en nombre de los derechos humanos –entiéndase tortura, ejecuciones extrajudiciales, bombardeos, invasiones militares a países soberanos–, no aparecieron como hechos aislados o excepciones, sino que resultaron parte de la norma y, para que así se entendiese en cada rincón de este planeta, se desató una producción simbólica impresionante, ya ensayada desde la Guerra Fría.
Se empezaba por discursos que desbordaban la prensa hegemónica, y se seguía por la realización filmográfica (incluidas películas para niños) y literaria, en la que, más que justificar lo que ocurría, se normalizaba, líneas xenófobas y racistas mediante.
Cuando en nombre de los derechos humanos se asesina y se tortura en masa, escribía el filósofo, llega la hora de recordar que esa ideología –la de los derechos humanos– no es en el mundo que corre la enemiga de la barbarie, sino la cara oculta de la misma moneda.
Lo que ocurre en Palestina, desde hace casi 80 años, con la terrorífica agudización acometida por el Estado sionista, interventor y colonial de Israel desde 2023, es un ejemplo vivo, el más mediático probablemente, de cómo la brutalidad liberal se ejerce en nombre de principios liberales.
En nombre del derecho a la autodeterminación y de la soberanía, se usurpa constantemente la tierra y se niega el derecho a la nación; en nombre de la libertad de credo, se segrega al resto de las devociones; en nombre de las disidencias sexuales, se asesina a disidentes sexuales –búsquese bajo los escombros en Gaza–; en nombre del derecho a la vida, se deja claro que hay vidas con más valor que otras.
Palestina, ya decíamos, es el ejemplo más mediático, pero el mundo «libre» está lleno de lo mismo a distintas escalas.
Piénsese en cómo se le niega constantemente a la mayoría de los pueblos originarios el derecho a la autodeterminación, a la memoria, a una educación que los dignifique y explique, y un largo etcétera que llega hasta el derecho a la propia existencia.
Piénsese en los muchos mecanismos, no solo la factura económica, que se erigen en la mayor parte de las sociedades para que los ciudadanos de «primera categoría» jamás se encuentren con los de «segunda» o con los de «tercera», ni en el jardín infantil, ni en la escuela, ni en los lugares donde se vive, se compra, se respira, ni en el equipo de fútbol al que se apoya, ni en el pedazo de grada.
Hace pocos meses, el militante e intelectual sudamericano Néstor Kohan tuvo a bien recordar al revolucionario y filósofo cubano Fernando Martínez Heredia, desaparecido físicamente en el año 2017.
Decía Fernando, recordó Néstor, que ahora en muchos países se habla con la nariz muy alta sobre democracia y derechos humanos, pero lo hacen después –y sobre la base– de dictaduras que asesinaron, en pocos años, a las mejores mentes y a los más brillantes espíritus que se habían propuesto construir un mundo distinto. Es decir, que se habla de libertad, de democracia y de derechos humanos, solo cuando determinado y muy específico entendimiento sobre la libertad, la democracia y los derechos humanos no corre ningún peligro.
En un mundo de tales trampas y contradicciones, oportunismos y violencias, tiene sus aguas jurisdiccionales Cuba. Nos corresponde y quita el sueño no solo entender esas trampas y contradicciones, oportunismos y violencias, sino ser, en ejercicio cotidiano y horizonte, más humanos –de verdad humanos–; justa, plena, efectiva y dolorosamente humanos.















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