Pablo de la Torriente Brau había prometido públicamente dedicar un tiempo de existencia a escribir la hoja de vida del venezolano Carlos Aponte que, antes de caer en Cuba junto a Antonio Guiteras, le había contado todo en Nueva York, en un exilio que ambos compartían.
Pablo no pudo cumplir y en cierta medida decidió no hacerlo. Pablo pudo haber esperado un poco, Pablo pudo detener su vida y sus tiempos en función de los pendientes de escritura.
Hubiera sido una obra impresa grande y útil la que hubiese dejado si se hubiera quedado quieto, más grande de la que dejó.
Ya había sido el gran cronista de la Revolución cubana del 30. Había escrito desde la revuelta callejera, desde el barco rumbo a la prisión, desde el enclaustro en la entonces Isla de Pinos, desde el Realengo 18, desde las trampas aduaneras escondidas en los contornos de la Laguna de la Leche.
También había conocido a muchas gentes de las que escribir, más allá del propio Aponte. Sabía de primera mano sobre el huracán de fundación y pasiones que fue Mella, sobre las poesías abandonadas de Villena y sus respiraciones recortadas por la lucha. Vio morir a Trejo. De todos ellos habló, aunque no tanto como quiso, no tanto como prometió.
Y estaba en Nueva York, y arrancaba la resistencia feroz ante la criminal traición a la República Española. Aunque a la historiografía no le guste decirlo, la Guerra Mundial comenzaba por ahí, con los aviones de Hitler y Mussolini defendiendo a Franco, y con las balas colectadas por movimientos obreros de todo el mundo llegando al bando republicano.
Pablo siempre había escrito desde las tormentas y, junto a las municiones de los pobres para los pobres, se fue a España, a una guerra que fue de todo, menos lo que se conoce como civil.
Se había buscado un periódico para justificar su hacer. Era El Machete, del muralista mexicano Diego Rivera, la plana en la que saldría su firma sobre la guerra.
Sus compañeros y amigos cubanos le pidieron no ir, lo alertaron de la locura, lo tacharon de aventurero, y Pablo no hizo caso.
En España se le acabaron todos los tiempos. Escribió de mujeres entrando a iglesias con pistolas en manos para rescatar a sus familias, de pilotos de avión que morirían poco después, de un líder guerrillero al que la historia y él conocieron como Campesino. Se fue al parapeto y se descubrió discutiendo a gritos con los fascistas.
Pablo ya había cometido el «error» de enamorarse de todo lo que estaba viendo, de la gente a la que entrevistaba, de lo que hacían, de sus colmillos para defender la vida, la tierra, el sueño… Entonces lo dejó todo: la máquina de escribir, los telegramas de prensa, la pose de intelectual que nunca tuvo, y agarró un fusil.
Cuando las bombas de los aviones enemigos lo mataron, el poeta Miguel Hernández llevó sus huesos a la tumba que luego sería profanada. Por el camino iba cantando: Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan./ No temáis que se extinga su sangre sin objeto,/ porque este es de los muertos que crecen y se agrandan/ aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.















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