Se llamó Augusto y no lo domó ni la victoria. El siglo XX nacía con características propias, y él les enseñó a los pueblos del Caribe a fajarse hasta con las uñas en las particularidades de la centuria; levantó el umbral desde donde eran posibles determinados sueños, los envolvió en una honda y los convirtió en horizonte.
Si hubo un triunfo de Playa Girón en 1961, hubo un Augusto, al frente de una guerrilla de campesinos, echando del territorio nicaragüense a las tropas de Estados Unidos, tras más de dos décadas de ocupación militar.
Por los montes iba su gente, victoriosa, cantando algo así como que los ratones habían matado al gato. Sin embargo, apenas lo habían lastimado…
Con los marines fuera, Augusto siguió conduciendo a sus soldados mal vestidos y calzados con cueros curtidos.
Solo la traición pudo quebrarle la vida. El tirano Somoza ordenó esconder sus restos y fue así que Sandino en cuerpo desapareció.
«Le decían bandolero por mirar al sol de frente», se escucharía en cánticos años más tarde. «Y se fue, y se fue, eran treinta con él», se escucharía….
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Se llamó Carlos y peleó junto a Augusto. Había nacido en Venezuela y dejó muy pronto los estudios para enfrentarse al gobierno de Juan Vicente Gómez, contra quien se juró de por vida.
Era Carlos un hombre de jurarse de por vida, implacable en sus impulsos, que eran parte de la tensión vitae con la que decidió ir respirando.
De las tantas veces que estuvo en Cuba, en ninguna logró pasar por «persona decente». En la puerta del hotel Sevilla, le había dado varios cintazos por el rostro al embajador de Venezuela en Alemania. En un cabaret, sacó a cuenta de sillazos a uno de los secretarios de la delegación estadounidense a la Sexta Conferencia Panamericana.
No entendía Carlos luego de jurarse contra algo, quizá porque había visto demasiado en sus luchas guerrilleras en la frontera de su país con Colombia, de donde salió capitán, o de sus años en Nicaragua, de donde salió coronel. Cuando un ser humano ha visto tanto y ha luchado tanto, hay trampas diplomáticas con las que decide no jugar.
También lo llamaron bandido, pero Pablo de la Torriente Brau se apresuró a limpiar su hoja: «Combatió al imperialismo en Venezuela, Colombia, Cuba, Panamá, México, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Perú, Ecuador y Chile; guardó prisión en Venezuela, Colombia, Cuba y el Perú; expuso su vida bajo el fuego de las balas en Venezuela, Cuba y Nicaragua. Murió, peleando, en Cuba, primera trinchera de la lucha contra el imperialismo en América».
Así recontó el cronista, a quien Carlos –Aponte de apellido, amigo de Villena y Mella, compañero de último combate de Guiteras, víctima otra de la traición– le había asegurado: «Hermano, esta es una tierra buena para pelear y morir en ella».
Durante los primeros años del siglo XX, si alguien tuvo vocación caribe, en el sentido más noble y fiero de la palabra, su nombre necesariamente fue Carlos o Augusto.















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