Donald Trump, el magnate republicano y presidente de Estados Unidos, al escribir su currículo para autoproponerse merecedor del Premio Nobel de la Paz, argumentó con toda seguridad –aunque no fuese cierto–, que «había acabado con siete guerras durante su mandato».
Sin embargo, no ha dicho nada y ni siquiera aparece en su expediente, que tiene una gran cuenta pendiente con el pueblo de Estados Unidos: el control de las armas.
Se trataría de proponerse y lograr, «acabar con la guerra interna, en la que cada año mueren miles de estadounidenses, jóvenes principalmente, por tiroteos masivos provocados como consecuencia de la libre tenencia de armas de fuego por parte de la población», de acuerdo con Amnistía Internacional.
Solo unos datos, y tendremos el panorama que debía enfrentar el mandatario estadounidense, para detener una guerra que mata cada año a cientos de ciudadanos.
Las estadísticas señalan que solo entre los años 2014 y 2022, la cifra de muertos a causa de la violencia armada superó las 150 000 personas, lo que supone una media de 45 víctimas al día, según datos de Gun Violence Archive.
En promedio, se producen unos 565 tiroteos masivos al año, definidos estos como los incidentes armados en los que la persona que dispara mata o provoca lesiones al menos a cuatro personas.
En Estados Unidos hay más de 400 millones de armas en manos de una población que, este 2025, llegó a 347 275 807 habitantes.
Una acción matemática, de las más simples, explica que hay más armas que habitantes, o que, por cada cien personas existen 120 armas.
De acuerdo con la encuestadora Gallup, alrededor del 44 % de los adultos estadounidenses viven en un hogar con un arma, y aproximadamente un tercio posee una por persona.
El promedio de fallecidos por armas de fuego es 18 veces superior al de otros países desarrollados.
Esa es la peor guerra, a la que además de los cientos de miles de muertos y heridos en las últimas décadas, deben sumarse las altas cifras de mutilados, con traumas, o recluidos en prisión, en el caso de los autores de los disparos.
De los hechos de sangre más significativos que la población estadounidense no puede olvidar, se pueden citar los de Buffalo, Nueva York, en 2022, cuando un joven armado, de 18 años, entró a una tienda de comestibles de una comunidad predominantemente negra y mató a diez personas, hiriendo a muchas más. También en Uvalde, Texas, un joven de la misma edad entró en una escuela primaria y asesinó a 19 niños y dos profesores.
Uno de los últimos tiroteos se produjo esta misma semana en Carolina del Sur, cuando un hombre armado mató a cuatro personas e hirió a 20, en un bar donde festejaban una actividad de la escuela de la cual habían egresado.
De igual forma, recientemente, dos niños, de ocho y diez años, murieron y otras 17 personas resultaron heridas en un tiroteo en una iglesia de un centro escolar católico de Mi-nneapolis. El ataque ocurrió durante la misa matutina en la escuela de la Anunciación.
Así se cuentan por cientos los hechos de este tipo, sin que, en ninguno de ellos, la justicia actúe contra los responsables de que el tema de las armas sea el mayor negocio –y a la vez el mayor peligro– que existe en Estados Unidos.
Los dueños de los negocios de las armas, los que las venden sin importarles el uso que se les dé, o, al nivel más alto, los representantes de la Asociación Nacional del Rifle y del Complejo Militar Industrial que las fabrican y expenden sin control alguno, se sienten protegidos por una Enmienda de la Constitución.
El documento consagra el derecho a portar armas, aunque fue adoptado en una situación bien diferente a la actual, a finales del siglo xviii: «Por ser necesaria para la seguridad de un Estado libre una milicia bien regulada, no se restringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas».
Se trata de una lamentable guerra, sostenida por el sistema que la promueve y garantiza, a la que Donald Trump podría al menos intentar poner fin, y quizá entonces sea el propio pueblo estadounidense quien pueda proponer y defender su candidatura para el Premio Nobel de la Paz.
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