Son poco más de las diez de la noche del sábado 4 de octubre y la gente va saliendo medio callada del Estadio Nacional de Santiago de Chile. La selección cubana de fútbol, categoría Sub-20, acaba de perder tres por uno ante Australia. La multitud no va exactamente triste.
Tampoco feliz. Va sobria. Los chilenos se las arreglaron para hinchar por Cuba en cada uno de los tres partidos de la fase de grupos. Frente a Argentina, por ejemplo, se acordaron de que una de nuestras banderas, la de Carlos Manuel de Céspedes, es casi igual que la suya; y de que el rojo del triángulo y el uniforme resulta el mismo que el de su «roja».
Se dice chilenos y no se habla solo de quienes estuvieron en gradas –que sí, gritaron mucho ante cada oportunidad, aprovechada o no, de los cubiches.
Se dice chilenos y se piensa en los humildes parqueadores de las afueras de los estadios, que daban ánimos a cada cubano que iba entrando; en los voluntarios que conspiraban para ayudar a entrar banderas, las nuestras, que por sus medidas las autoridades no dejaban ingresar; en los guardas de seguridad que aparecían de cuando en vez por el foso, hacían una seña para llamar la mirada y luego preguntar respetuosos por lo que había hecho Cuba.
Cuba en Valparaíso, Cuba en Santiago de Chile… Existe una hermandad silente –muchas veces ni tanto– dada, rica, sentimental, con entendimientos que beben de la memoria, entre ambos pueblos.
Sin que necesariamente medie una consigna política, es difícil no recibir una sonrisa casual, cariñosa, franca, cuando por estas tierras del Cono Sur preguntan de dónde vienes y la respuesta es Cuba.
La diáspora cubana jugó a su vez un papel crucial en los encuentros de la semana. Se movió a una ciudad y a otra, se quedó sin voz con cada pase, sin alma en cada uno de los cuatro goles, no dejó escapar ni un insulto altisonante de cara a la decepción de tropiezos, derrotas y, a fin de cuentas, la eliminación.
Los cubanos que por equis, ye o zeta, duermen por estos días bajo los vientos fríos de la cordillera de los Andes, llevaron a los hombros, a los brazos, a las gradas, con un orgullo tremendo, la enseña nacional, y cuando el marcador y el reloj anunciaban que irremediablemente ya no se podía, ellos se aseguraron de gritar a coro, repetidamente, «¡Sí se puede!».
Después de cada derrota o empate, se quedaron en la grada baja dando ánimos, estirando las manos y los rostros que irían a estrechar y besar, respectivamente, los jugadores jóvenes.
Son poco más de las diez de la noche del sábado 4 de octubre y la gente va saliendo medio callada del Estadio Nacional de Santiago de Chile. Algún que otro acento de Cuba puede escucharse. Nadie llora.
Se marcó gol en todos los partidos, se empató con Italia, se jugó lo más bonito que se pudo, se cantó el himno en un Mundial, se sacó la bandera.
Se hizo lo que nunca se había hecho, y eso se llama hacer historia. La gente, en la medida de lo posible, y lo posible es mucho, fue feliz.
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