–¡Eres un tramposo! –gritaba aquel niño de poco más de cuatro años al de casi 30 que jugaba al fútbol con él.
–¿Tramposo por qué? –le respondía el otro, incrédulo.
–¡Me estás haciendo trampas! ¡No te puedes acercar tanto, no puedes disparar de esa manera!
–¡Pero estamos jugando fútbol y se juega así!
–¡No, eres un tramposo! –y luego rompe a llorar.
Minutos más tarde, angustiado aún por la escena, el mayor comprendería, como tocado de pronto por una bocanada de luz, que el pequeño tenía razón y no cualquier razón, sino una muy elaborada y profunda.
Tenía razón porque cuando la pugna no es entre iguales, siempre hay algo de trampa; cuando de un lado hay más conocimientos, herramientas, experiencias, poder –si queremos utilizar una palabra completa y cruda–, y encima se alude a que el «juego es eso», como quien dice que la «vida es eso», como quien le gruñe a un retoño de esperanza y lo condena a la derrota y a la impotencia e intenta imponerle vivir en ellas…, cuando eso ocurre, pues por supuesto que hay trampa.
Porque el abuso, escúchese bien, en un juego de fútbol de jardín o en lo que sea, también se llama trampa.
Así va el mundo, en el que los grandes desoyen, minimizan o ridiculizan las quejas de quienes no lo son tanto todavía; donde el «¡no llores y aprende a jugar!» –que todos en algún que otro grado disfrutamos ejercer hacia los adentros de nuestros pequeñísimos círculos de influencia– se reproduce a escalas enormes y disímiles, ya de formas tan instauradas en el sentido común como inimaginables.
Pero a los niños, que son en sí una afrenta y un peligro para toda la basura en sus distintos niveles metafóricos…, a los niños no les sirve eso; por lo tanto, después de recuperar la emoción rota, de zurcirla con hilos de hierba pisoteada, este, de poco más de cuatro años y rostro de sueño, vuelve al fanguillo del jardín, retiene la pelota bajo su zapato izquierdo y grita guapo y fuerte al oponente, que sigue ahí: «¡No te vayas a pasar de la raya! ¡Ni se te ocurra disparar de taco! ¡No hagas trampa!». Y como no confía, motivos tiene, agarra su portería y la reduce al mínimo.
Por asuntos de la vida, del tiempo, las casualidades y de las cosas que así tienen que ser y son, ese día fue 19 de septiembre de 2025, y Paulo Freire, pedagogo fundador, hubiera cumplido 104 años.
Freire, exactamente –o casi exactamente– un siglo más viejo que este niño, tal vez estaba escondido entre los matojos con sus poderes de duende sabio, susurrando y susurrando: no es solo un juego, no es solo fútbol; sugiriendo y sugiriendo: es también una clase, el alumno siempre funge de maestro y viceversa.
Con la anuencia secreta de Paulo, esa clase en círculos, como la pelota y su movimiento, no tenía como asunto colegiado el aprender a perder, aunque algo se haya escapado al respecto.
Esa fue la lección relativa a sentir e identificar la injusticia, defender la vocación de señalarla, así como el derecho, casi biológico, a la defensa. Un niño de cuatro años lo hizo todo.
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