ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Un fin de semana de invierno por las márgenes de la Cordillera de los Andes, sita en el Cono Sur, es lo más parecido que existe a un fin de semana de verano en una playa, incluso desde las delimitaciones sociales.

Lo que fue tierra ocre meses atrás, hoy es de un blanco intenso y más o menos profundo, más o menos acolchonado, repleto de gentes que llegan de ciudades cercanas.

Más para lo alto de las montañas, hacia los 3 000 metros, están las costosas pistas de ski, con sus restaurantes caros y personas que no suelen saludar mucho a quienes nunca antes han visto.

Pero por acá el asunto es otro. Son mil metros más abajo, y entrar a la nieve de los bordes de la carretera no se cobra. El café hirviente y los pequeños trineos de plástico corren a cargo de vendedores ambulantes, así como las gafas baratas, para que el resplandor y el suelo, todo blanco a lo tremendo, no impidan ver dónde se pone el pie.

Mil metros más arriba la gente habla muy bajo y los migrantes no existen, sino, en cualquier caso, los extranjeros o foráneos.

Mil metros más abajo no hay ni migrantes ni extranjeros, aunque por los gritos se adivine que esos son del Perú, aquellos de Uruguay, estos de Venezuela, ustedes de Cuba y ese de Brasil.

Por aquí y por allá van los nacionales que poco saben de discursos de odio para con otros, que poco se paran sobre el pedestal de la xenofobia y el racismo.

Saben, eso sí, que todos los cuerpos bajan a igual velocidad por la pendiente de nieve, que el presente compartido en tiempo, espacio, dolores, esperanzas y afectos, hermana más que cualquier bandera; y se huelen que todos los pobres son migrantes peligrosos para los ricos de ínfulas y de bolsillo, sin importar que hayan nacido acá.

Por eso no hay tiempo para miradas desconfiadas a dos tercios de montaña y sí para compartir asientos, para que la venezolana de al lado te diga que su hijo, ese que ahora va a toda velocidad dando gritos colina abajo, cuando nació también era blanco; para que el chilenito travieso de la familia de la esquina llegue a pedir un poco de la nieve que has acumulado en espera de lanzar a los tuyos y, con risas, se la acabe llevando casi toda entre los brazos.

No se habla de política a estas alturas de la tierra, pero de cuando en vez se dejan ver las marcas de las ensoñaciones telúricas y complejas del ser humano.

Un padre y su hijo han cubierto de nieve una piedra inmensa y, con algo más, le han hecho una cabeza blanca. Le pintan los ojos y la boca y en la roca de al lado, también cubierta de escarcha, han hundido sus dedos hasta lo oscuro para rotular la palabra –¡oh, nostalgia!– Maracaibo.

A los 2 000 metros de altura pasa eso, que quienes no son de la nieve, de pronto recuerdan, como un espasmo, de dónde son y sienten la necesidad alarídica de dejarlo en piedra, antes de que llegue el final del día y se precise regresar, carretera abajo, a la ciudad, en la que las radios, las televisoras, las redes sociales y los periódicos se lo van a restregar minuto a minuto, aunque se trate de esconder.

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