ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA

Dicen los que estuvieron que había un perro prieto, inmenso y noble, dando vueltas suaves por el sitio. Si llegaba un carro, él iba y metía la cabeza cuando abrían la puerta. Si alguien se sentaba a soportar el frío por las afueras, él se acercaba también y le pegaba el lomo.

Era la noche del 26 de julio de 2025 en la comuna La Reina de Santiago de Chile. Casa acogedora la de Michoacán de los Guindos, patio amplio de tierra y tres banderas colgando de aquí y de allá: la de Cuba, la de Palestina y la rojinegra con la fecha corriente zurcida.

Cuando pregunten qué hacen los grupos de solidaridad para con Cuba en Chile durante las noches frías y oscuras de finales de julio, habrá que responder que colocan banderas, fotografías del hoy, algo de café, té y galletas.

Habrá que recontar que juntan a jóvenes y viejos para hablar de la Isla y de «los últimos sucesos en la poesía»; que ruedan documentales que dejan las cosas siempre un poco más claras, que se las arreglan para hablar de su país y para interconectar todas las luchas que acaricien la vergüenza y les asedie el dolor.

Que evocan a Gabriela Mistral y la cantan, que tienen un poco de ron cubano escondido por allá atrás y que recogen medicamentos, «en julio como en enero», que el mes pasado entraron –y el próximo entrarán también– por el Aeropuerto Internacional José Martí.

Cada vez que se menciona a Cuba en Chile, fuera de la prensa empresarial, por supuesto, pueden salir muchas cosas al paso, pero a todas las atraviesa la palabra respeto y, a casi todas, una sensación de cariño que hasta da rubor.

Puede ser en la conversación con una funcionara de banco, en la mesa de una anciana que renta las habitaciones de una casa que le rentan a ella también, con la vecina que llega, con el taxista de turno, con la cajera de tienda, con la abogada que se faja a diario por las gentes de las poblaciones, con los viejos profesores de universidad, con los estudiantes, con quienes estuvieron presos en la dictadura, con los que un día fueron exiliados, con el farmacéutico de la esquina que, después de un interrogatorio raro, te dispensa medicinas sin recetas y deja ir que hace 15 o 20 años se formó en La Habana.

Si se trata de Cuba y de medicamentos para Cuba, las puertas humildes comienzan a abrirse y aportar sin preguntar demasiado. Hay algunos testimonios que dejan claro no estar de acuerdo con…, pero aun así entregan sus jabucos de pastillas o compran el colchón antiescaras, sin nombres ni transferencias directas, porque no se quiere que después nieguen la entrada a algún país de por allá arriba.

Todo eso que va saliendo, lo saben todos, no remediará ninguna crisis, pero les salvará la existencia a unas cuantas personas, no pocas, montadas en el barco de los tiempos duros, a veces un poco más a la intemperie que el resto.

La solidaridad con Cuba busca cualquier cosa de la que agarrarse para ser: un chileno mambí en la Guerra del 95, un sueño de juventud semipartido por un rayo, un amor en la distancia, un futuro, los «estos días de mierda que también se irán» de Santiago Feliú.

Si alguien se pone impertinente, dirán que no se trata de política, sino de la línea fina que divide a los indiferentes de los monstruos. Más tarde, agitados por el mal rato, sonreirán pensando en eso que dijo hace unos días Silvio, con lo de ¿acaso no es político admirar a un sinsonte, disfrutar un aguacero?

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