Ya había entrado en años el siglo XIX cuando los blancos que se habían beneficiado con las independencias del cono sur pensaron en sacar ganancias de la Patagonia. Se les ocurrió llenar de ovejas la frialdad de los terrenos, pero existía un pequeño miedo.
Desde la llegada de los europeos, la franja larga de tierra que se terminó llamando Chile siempre estuvo interrumpida por el pedazo que los araucanos se habían negado a ceder. Fue una guerra sin cuartel que duró siglos y en la que el hombre blanco, si bien no hizo más que intentarlo, nunca logró ganar por las malas.
Los también llamados mapuches habían aprendido a defender su territorio con las armas de fuego que confiscaban a los agresores y con los mismos caballos en que llegaban los nacidos en Europa, bestias tenidas por divinidad, puesto que los hijos de lo que sería América nunca habían visto animal semejante.
Pero la Patagonia estaba más abajo y quienes allí vivían, aún entrado en carnes el xix, no eran mapuches o araucanos, sino onas, tehuelches, alacalufes y yaganes.
De ellos era difícil decir lo que el discurso de la conquista, de la colonia y del disfrute blanco de la independencia siempre esputó sobre araucanos o caribes, si nos vamos a la cuenca de las Antillas.
En la Patagonia el asunto resultaba distinto. Comían guanacos salvajes y mariscos. Eran buenos constructores de barcos que los movían entre fiordos e islas de temperatura antártica. Tenían flechas, redes de pesca y anzuelos. No eran gentes de andar guerreando.
Sin embargo, los impulsores del nuevo negocio seguían albergando un temor; en este caso, que los indios de acá abajo se acostumbraran a comer la carne del carnero.
Al parecer el miedo los congeló tanto que comenzaron a pagarles una libra esterlina a grupos de cazadores por cada par de orejas locales que fuesen entregadas.
Aparecieron por ahí muchos indios sin orejas, ante lo cual se puso en duda la dureza de corazón de los cazadores. No bastó con mostrar las orejas de la presa humana y, para ganarse la libra esterlina, había que llegar adonde el patrón con la cabeza o un órgano vital. También se recibió como garantía pechos de mujer y testículos.
Los patrones no tenían tiempo que perder. Había millones de ovejas por criar y el indio parecía tan peligroso para estas como lo fuera el lobo. Solo por las dudas, antes de poner ovejas, y había que ponerlas, se precisaba la seguridad de que no hubiese nativos.
Aparecieron nuevas formas: playas rodeadas por promontorios de piedra, comida gentilmente ofrecida, rociada de aguardiente, y escopeteros que al cabo de las horas aparecían desde lo alto y fusilaban a más de 400 almas amontonadas e indefensas.
Los ojos de las madres que levantaban a sus niños de brazos como súplica de piedad no quedaron en la consciencia, pero sí en el expediente de los dineros de unos cuantos apellidos que, desde entonces, comenzaron a engordar como las mansas ovejas exportadas a la Patagonia.
Así nos lo contaba Lucy Lortsch hace 50 años, bajo el mote de Ranquil, en sus Capítulos de la historia de Chile.
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