
El reciente fallecimiento del exmandatario de Uruguay, José Mujica, alias el Pepe, desató una serie de reacciones a lo largo y ancho de la izquierda latinoamericana, desde quienes lo alabaron como revolucionario ejemplar, hasta quienes renegaron por completo de su figura, por considerarlo un «traidor a la causa» en sus últimos años.
De un lado, está la nostalgia por la vida de un tipo que intentó llevar una revolución armada como parte de la guerrilla urbana de los Tupamaros; que pasó toda la dictadura (1973-1985) en prisión, casi que de rehén; que perdió los dientes, recibió descargas de electricidad, sufrió años de aislamiento y casi se vuelve loco.
Por la otra margen, está su posterior inclusión en el sistema liberal burgués, transitando como senador, ministro y, entre 2010 y 2015, presidente, cuando aún quedaban destellos y algo más de la no menos contradictoria ola progresista en la región.
Al Pepe le gustaba hablar mucho, y ese ir hablando todo el tiempo también es un asunto que lo condena y salva, en dependencia del titular sensación o el video corto y reduccionista de turno.
Como latinoamericanos, herederos de los mesianismos, tenemos la mala costumbre de odiar o querer de forma concentrada; y nos gusta que la salvación sea responsabilidad de un único ser inmaculado, y que la desgracia resulte culpa de otro con características opuestas.
Pero ese esquema no nos sirve para entender a un José Mujica (ni a nadie, dicho sea de paso). Para entender al Pepe hay que recordar que el Estado es un ente conservador por excelencia y que, aún con revoluciones en el poder, hay que tironear de él hasta que un buen día –con suerte y lucha– desaparezca, como soñaron nuestros clásicos. Adentrarse y conducirlo siempre es riesgoso.
También hay que decir que en este continente parecía que «sí», y cuanto más cerca se mostraba ese «sí», el «sistema» hizo lo que ya había practicado en Europa, y se sacó al fascismo de las mangas.
El mazazo fue tal que, cuando abrimos los ojos, nos daba hasta miedo abrirlos, y el terror había convencido a muchos de que aquel «sí» nunca había sido posible, que era mejor no pasarse del tal vez. Para asegurarse, los fascistas nunca se fueron... y ahí están.
Todo eso atravesó la vida de nuestra región y la condenó a andar medio cabizbaja en las décadas siguientes, con el derecho a gruñir, pero no a organizar la rabia y ejercerla como modo de la esperanza.
Ese status permanente de derrota en que viven nuestros pueblos no es adjudicable a un hombre, menos al Pepe. Claro que a muchos no nos gustaban ciertas cosas que decía de Venezuela y otras que mencionaba de Cuba; tampoco que se reuniera con determinados personeros. Su palabra tenía mucha potencia y poder.
Pero él mismo había identificado, con nobleza, sus límites en aquella carta abierta a un Fidel que recién partía físicamente. Entonces, Mujica se reconocía como un «viejo loco que hace aplaudir a multitudes, pero no ha podido mover a su pueblo como tú».
Con su historia cruda hasta el dolor, con sus contradicciones, poesías, austeridades y errores, ahí va el Pepe. Nosotros, más que enjuiciarlo, nos permitimos quererlo, y nos damos con la fusta en la espalda para apretar el paso, porque el mundo por transformar sigue ahí, y de ello no somos menos responsables.






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Milagros dijo:
1
20 de mayo de 2025
05:31:28
Juan dijo:
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20 de mayo de 2025
12:06:59
Rosendo dijo:
3
20 de mayo de 2025
18:48:10
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