ÓRGANO OFICIAL DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE CUBA
La bandera de EE. UU., izada antes que la cubana, el 20 de mayo de 1902, en La Habana. Foto: Archivo de Granma

El 20 de mayo de 1902, tras cuatro siglos de colonialismo español y tres décadas de cruenta guerra que dejaron imborrables huellas de sacrificio en la historia patria, debía nacer la república martiana: «justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad; levantada con todos y para el bien de todos».

Sin embargo, el día que Tomás Estrada Palma asumió la presidencia, la nación amanecía encadenada por un apéndice a su Ley de Leyes que socavaba su soberanía y laceraba su dignidad. Nació una república gobernada por generales y doctores, sujeta a los designios de Washington, ni justa, ni para todos, y mucho menos para el bien de todos.

La intervención estadounidense en la guerra de independencia de 1898, contra el yugo español, había frustrado las aspiraciones revolucionarias del movimiento nacionalista cubano, imponiendo un nuevo modelo de dependencia.

Solo cuatro años después, las grandes empresas estadounidenses controlaban extensos latifundios, los ferrocarriles, la electricidad, los teléfonos, el transporte, la construcción, la minería y la banca en la Isla.

La Habana se convirtió en un paraíso para las mafias del juego, el alcohol, las drogas y la prostitución, un reino de impunidad que enriquecía a una burguesía testaferro que se beneficiaba de las migajas del poder del Norte.

Fue una república marcada por el desempleo, el hambre crónica en el campo, la precariedad, en la cual el favoritismo, el clientelismo, la tortura y el crimen sustituyeron a la justicia. Pero los hijos de Martí no cejaron. Nuevamente, el sacrificio de hombres y mujeres regó los campos de Cuba, primero para lograr una república libre e independiente en 1959, luego para defenderla de sus enemigos.

«Los tímidos, los irresolutos, los apegados a la riqueza», como los calificara Martí, herederos de aquellos que esperaron en sus casas de Miami a que el ejército estadounidense les devolviera sus haciendas y privilegios, enarbolan hoy las banderas de la anexión.

¿Qué república añoran Carlos Giménez, Mario Díaz-Balart, Marco Rubio, María Elvira Salazar y compañía, sino aquella del 20 de mayo, la del componte y el Palmacristi, la botella y la ignominia?

Giménez, «orgulloso» congresista estadounidense –promotor de sanciones, adalid del sufrimiento, dispuesto a matar por hambre a hombres y mujeres de una nación de la que dice tener raíces– poco tiene que decir a los cubanos. Por sus colores se identifica, los colores del imperio.

Ellos pertenecen a esa clase «contenta solo de que haya un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante –la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país–, la masa inteligente y creadora de blancos y negros».

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